La noche de Ballybeg
Volvemos a estar en Ballybeg, condado de Donegal, Irlanda. La Yoknapatawpha de Brian Friel, el escenario de Philadelphia Here I Come, de Dancing at Lughnasa, de Translations, de Faith Healer. El Romea acaba de abrir temporada con Faith Healer, una rotunda obra maestra, retitulada El fantàstic Francis Hardy; con una estupenda traducción al catalán de Ernest Riera y una grandísima dirección de Xicu Masó. Brian Friel es el gigante del teatro irlandés contemporáneo, el legítimo heredero de Synge y Behan, pero aquí lo conocemos poco. El Lliure consiguió un enorme éxito con Dança d'agost, su versión de Lughnasa. Pere Planella montó Translations en el País Vasco; la función, en su lengua original y a cargo del Abbey Theatre, visitó el Nacional de Barcelona en el año 2000. También se estrenó en España, me dicen, Lovers, su tercera obra, con el título de Amantes, vencedores y vencidos.
El fantàstic Francis Hardy parece un relato de Bret Harte contado por el Faulkner de Palmeras salvajes. Tres personajes, cuatro monólogos. En un espacio vacío, inconcreto, como el shaol judío, donde van a parar los muertos que aún no saben que están muertos, aparece Francis Hardy con su melena gris y su rostro de ceniza y su raído traje de predicador ambulante. Al fondo está la vieja furgoneta con la que Francis y Grace, la amante eterna, y Teddy, el fiel escudero, recorrieron tantos y tantos pueblos de Escocia y Gales y al fin de Irlanda, pueblos perdidos, polvorientos, de nombres arcaicos, que Francis vuelve a recitar desde la oscuridad tal como los recitaba entonces, Abergorlech, Abergynolwyn, antes de cada espectáculo, para calmarse, Kinlochbervie, Inverdruie, para conjurar el miedo al fracaso, Ballantrae, Kirkconnel, Cawdor, y sobre todo a la magia misma, al retorno de la magia. Francis era un charlatán que vendía poderes espirituales y curaciones milagrosas, hasta que un día descubrió que esos poderes existían. Peor, mucho peor: existían y dejaban de existir, iban y venían como la luz bajo una tormenta, y desde que supo eso la tormenta habitó en él junto a la luz, y le comió el cerebro, y arruinó su vida y la de la pobre Grace. Ahora Francis habla y habla, recuerda, y también miente, miente sobre aquel hijo que murió en Inverbervie, recién nacido, y que él no quiso ver, convierte a la apasionada Grace en la perra Grace, en la estéril Grace, miente para que su cabeza se calme, miente como se mintió durante mucho tiempo queriendo creer que era un charlatán y no un mago, como se mienten tantos artistas, actores, escritores, hasta que llegó la noche en la que no pudo mentir más, la noche definitiva, la noche en la que renunció al azar, la noche gloriosa y terrible de Ballybeg. James Mason encarnó a Francis Hardy en Broadway con la perfecta aleación de santo y de canalla que había inyectado en Humbert Humbert. En el Ballybeg del Romea, Hardy es Andreu Benito, un actor más y más poderoso a cada función que hace, cada vez con más gravedad y más peso específico, que aquí recuerda a un John Lithgow alucinado y febril, un fantasma sin sosiego, una sombra con media tonelada de plomo cosida en los fondillos del alma. Después habla Grace desde su noche final, antes del tubo de pastillas y el alcohol a borbotones. Perdió a su hombre en la noche de Ballybeg, y desde entonces todo es noche en su triste piso de Londres, desde entonces ella es también una sombra, apenas un eco de la muchacha fiera que abandonó su rutilante futuro de abogada y su vida de niña rica y su todo porque había encontrado otro todo, aquel charlatán maravilloso de manos mágicas y ojos encendidos, y su día empezó cuando recorrió por última vez el largo sendero de los álamos tan rectos y perfectos para llegar al salón y escupirle a su padre, aquel juez tan recto y tan perfecto, la risa de su renuncia, de su adiós a todo aquello, adiós álamos recortados y hola palmeras salvajes, aunque en Plaidy, en Kirkinner, en Aberporth, no hay una maldita palmera, como todo el mundo sabía excepto ella, cegada por el sol absoluto de aquel amor que la llevó a caer en los peores catres, los peores tugurios, los peores caminos. Grace es Miriam Alamany. Demasiado joven para ese papel que pide a gritos roncos una Vivien Merchant, un alma realmente devastada, unos ojos como carbones enfriados, aunque la actriz catalana lucha contra todo eso y aún tenga que limar algún acento retórico logra grandes y conmovedores pasajes y su perfil y su ímpetu encajan como guantes en el dibujo de la muchacha que se enfrentó a todo y lo dejó todo por amor. Después de Grace llega Teddy, el representante, el escudero, el enamorado secreto de Grace y de Francis. Teddy es Xicu Masó, y su trabajo es el eleven o'clock showstopper de la noche. Xicu Masó, que nos regaló, como director, aquel inmenso Maestro y Margarita del Lliure, y viajó a Irlanda la temporada pasada a lomos de Conor McPherson (Xicu: McPherson ha escrito para ti Shining City, su última función), y fue la reencarnación de Roberto Font en Víctor o los niños al poder de Ollé, consigue aquí una interpretación tan viva, tan hermosa, tan feliz, tan controlada y con tanto vuelo como la de Carles Canut en Maestros antiguos: hará un año, mismas fechas, mismo teatro, mismo combate. Antes de que reaparezca por última vez el fantasma de Francis Hardy para contarnos su noche iluminada y fatal, el superviviente Teddy va a danzar a su vez con el fantasma de Fred Astaire y The Way You Look Tonight, frente a la furgoneta inmóvil, bajo el cartel desgarrado como el estandarte de una guerra antigua. Como Dustin Hoffman, exactamente como Dustin Hoffman en Pequeño gran hombre: los mismos ojos pequeños, dolientes y pícaros, la misma voz épica y humilde, la voz del narrador nato, del superviviente aferrado a la vida. Exactamente la voz que pide Teddy, que pide Brian Friel. No se pierdan El fantástico Francis Hardy, por lo que más quieran. Corran al Romea. La ocasión lo merece: teatro de oro puro.
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