La fiebre del ‘coworking’ revoluciona el concepto de oficina
Los espacios compartidos han pasado en solo diez años de ser un negocio residual a superar los 17.700 centros
¿Pueden cambiar las nuevas formas de trabajo la vida? ¿Pueden destruir los espacios de soledad? ¿O tal vez le estamos pidiendo demasiado? Esta es la promesa que arrastra como un río aurífero el coworking. Es el último gran éxito del mercado laboral, el último taquillazo del sector inmobiliario. La fiebre por los espacios compartidos circunnavega el mundo con la obstinación de un marino y un sextante. Es el viaje a través de un cambio de tiempo. Para lo bueno y lo malo. Se desvanece la idea del empleo de nueve a cinco, el concepto de jornada laboral de 40 horas e, incluso, las cuatro semanas de vacaciones. Todo es un pálido fuego y el presagio de un futuro distinto. “Dentro de 20 años utilizaremos un modelo de trabajo totalmente flexible, y dejaremos de tener un puesto fijo para trabajar en el entorno más adecuado a cada momento y con unos horarios adaptados a las necesidades individuales”, vaticina Philippe Jiménez, responsable en España de la firma de coworking IWG.
Hasta que llegue ese día vivimos bajo el embrujo de los trabajadores nómadas alumbrados por la economía digital. Estos profesionales suelen ser jóvenes, emprendedores y tecnológicos. Y buscan espacios que hablen para ellos. Muchos, más de 2,3 millones, han encontrado este año su lugar en el mundo en un coworking. Estos espacios flexibles crean verdaderos zoos de cristal. Les ha atraído su brillo, esa mezcla entre diseño innovador y arquitectura. “Donde hoy se trabaja, mañana se hace una comida o una presentación, y viceversa, y el espacio debe soportarlo y estimularlo”, observa el arquitecto Juan Herreros. Este principio de versatilidad recorre estos nuevos lugares. Se mueven entre lo industrial y lo cotidiano. Pero, sobre todo, desprenden un sentido de comunidad. El empeño es mezclar talentos de mundos distintos. Crear redes. Enriquecer la palabra. Y esto es pólvora sobre el fuego. “Ver a gente trabajando duro motiva a hacer lo mismo, pero además nunca nos interrumpen, porque nuestro trabajo es independiente, no interdependiente”, apunta Ethan Bernstein, profesor de liderazgo de Harvard Business School. Este ecosistema fragua con talleres, yoga, mindfulness. Una pequeña ciudad del ocio dentro de una pequeña ciudad del trabajo.
Pero ¿este es el futuro? ¿El destino que aguarda a millones de personas? ¿O es una moda? La investigadora Gretchen Spreitzer lleva cuatro años estudiando sus efectos. “Creo que esta forma de trabajo será importante para empleados a distancia y freelances porque les da un sentido comunitario del trabajo”, explica. Además, sienten que no compiten con nadie. Al contrario, es una herramienta frente a la soledad. Trabajar de forma remota tiene sus ventajas: autonomía, flexibilidad de horarios y control sobre el trabajo. Pero si preguntásemos a algunos de estos profesionales se quejarían del aislamiento. Según Vivek Murthy
—antiguo responsable de Sanidad de Estados Unidos—, el aumento de personas que trabajan a distancia y el auge de los trabajadores independientes llegados de la economía de los pequeños encargos (gig economy) son una de las razones de la alarmante “epidemia de soledad”. Un mal que se extiende hasta convertirse en un problema de salud pública. “La soledad está asociada a una reducción de la esperanza de vida similar a fumar 15 cigarrillos al día y causa mayores estragos que la obesidad”, advertía Murthy.
Imán para crecer
Los coworking luchan contra esta tristeza de los días que pasan. Y para eso sirven desde las salas comunes hasta los propios inquilinos relatando sus proyectos a los compañeros. “Porque no solo ofrecemos espacio, abrimos puertas para que crezcan los negocios y se desarrollen nuevas conexiones que permitan que nuestros miembros formen parte de algo más grande que ellos mismos”, defiende Audrey Barbier-Litvak, directora general de Francia y del sur de Europa de la firma WeWork. Una luz distinta entra en el espacio de trabajo del siglo XXI. “Por eso resulta necesario combinar seguridad y flexibilidad. Los trabajadores necesitarán saber que el espacio estará disponible cuando les haga falta, y estará como a ellos les gusta. A la vez deben despedirse del modelo de nueve a cinco”, narra Louis Hyman, profesor de relacionales laborales de la Universidad de Cornell (Nueva York). “Nuestro tradicional formato de teléfono, escritorio y fotos de los niños, o del perro, no será la oficina que veremos de aquí en adelante”.
El coworking quiere reimaginar el modelo clásico, y sus números revelan que el aleteo de la mariposa ha devenido en tifón. En 2007, de acuerdo con la consultora Emergent Research, había solo 14 espacios compartidos en el mundo. Al final del año alcanzarán los 17.725. Y un poco más adelante, en 2022, sumarán 30.432. No existen cifras oficiales de lo que ingresa el sector. Se sabe, eso sí, que los miembros crecen con fuerza. De 2,3 millones este año a 5,1 durante 2022. Y la industria cada vez necesita más terreno. En Europa, según la consultora Savills Aguirre Newman, desde el primer trimestre de 2017, más de 820.000 metros cuadrados fueron ocupados por proveedores de este espacio flexible. Una cifra que se reparte el eje de Londres (26%), París (15%), Berlín (10%). Tres ciudades y, sobre todo, dos operadores: WeWork e IWG (engloba a Regus y Spaces). El primero gestionó casi 295.000 metros cuadrados; el segundo, 155.000. Un álgebra elegante cuya solución levanta voces críticas.
“Esta fórmula solo tiene recorrido en ciudades con mucha oferta de alquiler y en empresas jóvenes que crean empleo y necesitan espacios flexibles a precios razonables”, sostiene el emprendedor Rodolfo Carpintier. Espacios que no sirven a todos los trabajadores, porque si son demasiado abiertos pueden ser ruidosos e incómodos. “Uno de los grandes errores de muchos coworking es tratar de hacer que todo parezca estridente, vibrante y divertido”, avisa en la revista Forbes Jamie Hodari, cofundador de Industrious. De ahí que en las antípodas de ese riesgo hayan encontrado su negocio empresas como Sheltair. “Hacemos lo contrario a una oficina colaborativa. Ofrecemos espacios privados, aislados, lugares para concentrarse; silencio”, desgrana Anna Martínez, fundadora de la startup española.
Sin embargo, este es el final del relato. Al principio no había espacios de diseño, bebidas gratis, un director de la comunidad, pimpón, plantas, música; alegría. Al principio estaba la crisis de 2008, la precariedad en el empleo, las multinacionales despidiendo, las carreras enhebradas con hilo de seda y el dolor intenso causado por la austeridad. “La recesión dotó a estos espacios de sentido. Allí encontraron su acomodo trabajadores a distancia y el universo freelance. Al fin y al cabo, es más barato tener a los empleados fuera del despacho. Sobre todo si pagan, pensemos en los falsos autónomos, sus propias cotizaciones sociales. Tenía lógica como medida de reducción de costes. Y para el empleado era mejor alternativa que el paro”, recuerda Gayle Allard, profesora de IE Business School. Bajo la penumbra de este paisaje, miles de personas buscaron en este estilo de empleo y en el emprendimiento un refugio en la tormenta. Entonces, ¿el trabajo compartido es una respuesta a la precariedad?
En un principio, sí. No es casualidad que su despegue coincida con el inicio de la Gran Recesión. “Me gusta pensar en el coworking en los términos que el filósofo alemán Peter Sloterdijk llamó “coinmunidad”. Crear una serie de burbujas compartidas de protección que den a la gente el espacio apropiado para sacar el máximo partido a su potencial”, reflexiona en The Guardian Melissa Gregg, ingeniera principal de Intel. Porque en estos lugares nadie está obligado a socializar. Quien es reservado puede esconderse tras su burbuja y desaparecer. Sin embargo, esa piel que toca otra piel es parte de la esperanza de este modelo de negocio. “Tengo la confianza de que funcionará bien porque su principal objetivo es satisfacer una necesidad humana —poner en contacto a personas—, y no una tecnológica”, prevé Giles Alston, experto de la consultora británica Oxford Analytica. A su favor, desde luego, tiene la complicidad de toda una generación. El despertar de los millennials al mundo profesional alienta el negocio. Son emprendedores, lanzan startups y están cambiando dónde y cómo se trabaja. “A estos jóvenes les gusta estar cerca de otras personas creativas e interesantes en vez de trabajar en casa o teclear desde una cafetería”, cuenta Jason Dorsey, investigador de The Center for Generational Kinetics de Texas. Además, es el lugar perfecto para aumentar su red de contactos y el espacio se puede pagar incluso por horas. De hecho, un hot desk (una mesa sin sitio asignado) cuesta, de media, en WeWork, unos 250 euros, y un despacho individual, 650. Y se accede a cualquier hora del día y la semana.
Esta generación es un recordatorio de que los seres humanos somos criaturas sociales y anhelamos estar rodeados de personas. Esto no cambia por mucho que avance la tecnología. Y es algo que detectaron enseguida los pioneros del coworking. Si solo lo consideraban un negocio inmobiliario, la supervivencia era muy difícil. Porque se competía, sobre todo, en precio. Uno de esos precursores, Alex Hillman, fundador del espacio Indy Hall, lleva la intuición más allá. “Esta industria no habla de nuevas formas de trabajo, esta industria habla de la felicidad”.
Lejos de la retórica, todas las industrias hablan de dinero. En Estados Unidos, el precio medio de crear un nuevo espacio de trabajo compartido —según la revista especializada Deskmag— está en 450.000 dólares (390.000 euros). Un coste que sufre una fuerza centrífuga y centrípeta al mismo tiempo. Porque se están abriendo locales grandes y caros, muy bien equipados, y, a la vez, espacios pequeños que apenas necesitan más inversión que una web y muebles sencillos. El valor en Europa, para superficies más reducidas, es inferior: unos 250.000 euros.
En España, el movimiento ha tardado en llegar, pero ya está aquí. Lo hace con una mezcla de grandes jugadores internacionales (WeWork, IWG) y nacionales. Uno de estos últimos es Utopicus, controlada por Colonial. A su alrededor, todo un ecosistema de empresas pequeñas y medianas que buscan sus señas de identidad “en un sector con una alta natalidad y mortandad donde sobrevivirán quienes apuesten fuerte por crear comunidad”, pronostica Vanessa Sans, experta en este mundo. Por ahora, las piezas se colocan, principalmente, sobre el tablero de Madrid y Barcelona. El año pasado —acorde con la consultora Cushman & Wakefield— se contrataron en ambas ciudades un total de 30.600 metros cuadrados. Esta cifra va camino de duplicarse. Solo en el primer semestre del año, se han añadido en esos dos destinos 31.000 metros cuadrados.
Gran parte de la culpa de esa ambición recae sobre WeWork. La startup estadounidense
—valorada en 20.000 millones de dólares— está moviendo sus peones con la seguridad de una apertura con blancas. En Madrid ha estrenado tres centros (Castellana, 77 y 43, y Eloy Gonzalo, 27) y en Barcelona inauguró un edificio de 6.000 metros cuadrados en la calle de Tánger. Regus ha buscado su particular respuesta a esa jugada con una serie de aperturas encadenadas. Alcobendas, Ortega y Gasset (Madrid), Diagonal Hightech, Sarrià Forum (Barcelona) y Torre Aragonia (Zaragoza). En España, IWG ya ocupa más de 70.000 metros cuadrados, repartidos en 43 centros. Tanta profesionalización complica la subsistencia de propuestas caseras. “El coworking más romántico necesita repensarse un poco, pues si solo compites en precios estás en desventaja frente a los grandes. La opción es crear comunidades más fuertes y especializarse [diseño, fotografía, programación]”, aconseja Albert Cañigueral, analista en economía colaborativa.
Porque vivir únicamente del arrendamiento es muy duro. La solución es atraer a grandes empresas. Y en esto andan casi todos: el coworking corporativo. La dama más cortejada del tablero. “Ahora mismo es uno de los principales movimientos. En dos sentidos. La llegada de pesos pesados al sector y la atracción hacia estos centros de grandes empresas”, adelanta Manuel Zea, fundador de CoworkingSpain.es. A esa primera categoría pertenece la inmobiliaria Colonial y Utopicus, que abrirán antes de final de año cinco nuevos espacios (Gran Vía, Orense y Príncipe de Vergara, en Madrid, y paseo de Gracia y el distrito 22@ en Barcelona), con un total de 15.000 metros cuadrados. Y en 2019 estrenarán oficinas, al menos, en la plaza barcelonesa Gal la Placídia (4.200 metros cuadrados) y en el madrileño paseo de La Habana (5.600 metros cuadrados). La partida, diríase, parece dirimir a la reina. “Es el momento de tener economías de escala y una gestión profesional. Quienes cuenten con ambas virtudes sobrevivirán, y quienes tengan una visión de subsistencia deberán encontrar otros caminos”, advierte Óscar López, director de operaciones de Utopicus. En este negocio, como en la mayoría de los derivados del ladrillo, la localización resulta esencial. La inmobiliaria Merlin Properties, que participa en Loom House, gestiona unos 3.000 metros cuadrados en espacios tan singulares como la Real Fábrica de Tapices o la calle de las Huertas, ambas en Madrid.
Sector en expansión
Cada semana parece abrir un espacio nuevo. Un formato igual, pero también algo distinto, y en España sus cifras ya no reflejan la soledad de los números primos. Hay unos 1.547 espacios que generan 140 millones de euros. Más de 32.000 puestos. Son los cálculos de CoworkingSpain.es. Es la fuerza de su particular Excel. “No se trata de una moda. Se equivoca quien lo vea así. Este sector posee una enorme capacidad de crecimiento y ha llegado para quedarse”, analiza Ilan Dalva, director Nacional de Agencias de BNP Paribas Real Estate. Una tierra de posibilidades y ventajas. “Tiene muchas. Por ejemplo, no existe coste de implantación y se vive una experiencia global. Una oficina compartida de la misma marca disfruta de idéntico ambiente. Da igual que estés en Madrid o en Nueva York”, incide el experto.
La duda llega cuando los cielos se vuelvan tan oscuros que parezcan sólidos. ¿Qué sucederá si arrecia una nueva crisis? Algunos prestigiosos economistas ya vaticinan otra recesión en Estados Unidos durante 2020. “Los trabajadores freelances y los equipos muy pequeños de 10 o menos personas que alquilan un escritorio por 400 dólares [347 euros] al mes realmente no necesitan un coworking para trabajar. Cuando haya una caída de la economía muchos decidirán hacerlo desde casa o en una cafetería”, vaticina Eugene Lee, responsable de desarrollo de negocio del proveedor de oficinas Knotel. Esta es la gran amenaza de este modelo. Por eso, las empresas del sector tratan de ganar grandes clientes y diversificar el riesgo. “Una oficina comercial resulta más barata que un coworking o un centro de negocios”, admite Ángel Estebaranz, director nacional de Agencia de Oficinas de Savills, quien, pese a todo, defiende esta fórmula. Quizá porque su auténtico valor es que se ha convertido en un campo de pruebas de una forma distinta de entender el trabajo. Donde millones de personas ensayan todos los días una nueva manera de vivir y cuestionar, también, la soledad.
Los nuevos reductos
El trabajo flexible se extiende como granos de sal aventados en un salinar. Un antiguo telar, una vieja discoteca, una casa rural. Infinidad de espacios están albergando este movimiento. Y empiezan a aparecer coworking especializados en el blockchain (la famosa cadena de bloques) o en restauración. Incluso piden paso en los hoteles para conectar la comunidad local con los viajeros. "Es el tiempo de esta fórmula porque con las nuevas tecnologías estábamos perdiendo las relaciones personales", reflexiona José Luis Risco, director de recursos humanos de EY. "El trabajo compartido recuperará esos contactos". Solo hay que entender bien la vida, mirarla a los ojos y no ceder, nunca, la mirada. "El reto es adaptar cada coworking a la cultura del país. En España, por ejemplo, comemos a otras horas que los europeos y hablamos más alto", relata Risco. Diríase que entender la belleza de la diferencia es el verdadero trabajo compartido.
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