El eterno idilio de Buenos Aires y el tango: la permanente dialéctica entre la seducción y la nostalgia
Este género musical de poder evocador es un invento cultural tan enraizado al día a día que las referencias a milongas están por todas partes: desde las calles de la capital argentina hasta los cafés, sin olvidar visitas imprescindibles a museos o al cementerio donde descansa Gardel
No es fácil no ser de ninguna parte, pero el tango es un género rioplatense y fruto de los flujos migratorios. Buenos Aires pasó de ser una gran aldea de menos de 200.000 habitantes en 1870 a convertirse en una de las ciudades más grandes del mundo en 1914, con más de 1.500.000. El tango tiene su origen en la emigración afro que se instaló en Buenos Aires y Montevideo. A finales del siglo XIX, la llegada de italianos y españoles se sumaron al gaucho, personaje típico del interior que llegó a la capital argentina con la guitarra. Era una danza practicada entre hombres, copiando pasos de comunidades afro. Un baile orillero nacido en los márgenes. La palabra llegará después, será un halago para el baile. Con el tiempo, a la vez que la música y la coreografía, la letra irá evolucionando. Los primeros instrumentos fueron el combo, la guitarra y el piano. El bandoneón se incorporó muchos años después. Vino de Alemania (donde se usaba en procesiones religiosas).
Igual que no se entiende el tango sin el criollismo popular, tampoco lo hace sin la figura del compadrito —ese chaval de barrio pendenciero y suburbano— y sin la jerga —que se introduce sola en las canciones y deshilacha la literatura—. “Juguete bárbaro” lo llamó Enrique Larreta, “Reptil de lupanar” lo llamó Leopoldo Lugones, y Enrique Santos Discépolo, compositor de la memorable Cambalache (que aquí popularizó Serrat y que inspiró la profética canción de Luis Eduardo Aute, Siglo XXI), y maestro del uso del lunfardo, lo definió aún mejor: “Pensamiento triste que se baila”.
Si queremos saber exactamente dónde nació el tango conviene seguir la pista de Borges, que dijo: “¿Cuándo? No tengo certeza, ¿Dónde? En el prostíbulo y en el conventillo”. Conventillo era el nombre de la vivienda urbana colectiva que acogió a tantos emigrantes a finales del siglo XIX. Para hacer una inmersión en el género musical más famoso de Buenos Aires y para explicar su historia a través de una serie de canciones proponemos una ruta por lugares en los que se sigue dignificando. Seguiremos la pista a nombres imprescindibles que enaltecieron una seña de identidad argentina y revelaron el poder evocador e incontrolable de la música popular y del folclore.
Hector Ángel Benedetti, analista e historiador del tango, en el prólogo a su libro Las mejores letras de tango, constata que el tango “se hizo adulto entre críticas y fervores... es una creación que soportó airosa cambios de todo tipo, atravesó las décadas con dinámica constante, generando corrientes de maestros y discípulos, alternando auges y caídas. Conoció también la censura, el olvido y el redescubrimiento”. Las letras del tango ensalzan el arrabal, los cafés, la amistad, el desengaño, la traición, el amor perdido, la nostalgia y, por supuesto, Buenos Aires, porque, como dijo el maestro Osvaldo Pugliese, “no hay música para una ciudad, sino una ciudad que nace de esa música”.
El tango es un invento cultural tan enraizado al día a día que las referencias a milongas están por todas partes. En la misma avenida Corrientes, por poner un ejemplo básico, entre pizzerías, librerías, cines y teatros, hay un portal con una placa en honor del tango A media luz al que todo el mundo llama “Corrientes 348″ como el inicio de la letra (Corrientes tres cuatro ocho, / segundo piso, ascensor/ No hay porteros ni vecinos/ adentro cóctel y amor...). Más arriba, conectando con la calle Lavalle, encontramos el Pasaje Discépolo, que, como se dijo antes, es uno de los grandes nombres del tango, defensor de la fuerza educadora de los cafés y la bohemia y que escribió Cafetín de Buenos Aires, uno de lo más hermosos elogios al bar: “De chiquilín te miraba de afuera / Como a esas cosas que nunca se alcanzan... / Como una escuela de todas las cosas / Ya de muchacho me diste entre asombros / El cigarrillo / La fe en mis sueños / Y una esperanza de amor / Cómo olvidarte en esta queja / Cafetín de Buenos Aires / Si sos lo único en la vida / Que se pareció a mi vieja / En tu mezcla milagrosa / De sabihondos y suicidas / Yo aprendí filosofía... Dados... Timba / Y la poesía cruel / De no pensar más en mí / Me diste en oro un puñado de amigos / Lloré una tarde el primer desengaño / Nací a las penas / Bebí mis años / Y me entregué sin luchar”. Precisamente a él, esa dupla maravillosa que formaron Homero Manzi y Anibal Triolo le dedicaron el tango Discepolín: “...El alba no perdona ni tiene corazón. / Al fin, quién es culpable de la vida grotesca / Y del alma manchada con sangre de carmín / Mejor es que salgamos antes de que amanezca, / Antes de que lloremos, viejo Discepolín...”.
Casi haciendo esquina con Suipacha, en la entrada de la mítica confitería art nouveau La Ideal (donde se recuerda a Gardel y a tantos otros, desde María Callas a Madonna, que rodó en el salón principal escenas de la película Evita de Alan Parker) se recrean en un mural inscrito en la vereda los pasos del tango. En el errante, lumpen y experto en bajofondo Boliche de Roberto de la esquina de Perón y Bulnes, en el barrio de Almagro, aunque ya haya fallecido el cantante Oswaldo Peredo siguen las milongas incendiando las noches. Pura celebración. La resonancia del tango también llega a la esquina del Polaco Goyeneche (antes bar El Barracas o Almacén Sur) en el pasaje Darquier con calle Villarino, donde se filmó el arranque de la memorable película Sur (1988), de Pino Solanas.
Y qué decir de la esquina Manoblanca del barrio de Nueva Pompeya. En la avenida Centenera y Tabaré destaca un mural con la letra del tango Manoblanca (Dónde vas carrerito del este / castigando tu yunta de ruanos, / y mostrando en la chata celeste / las dos iniciales pintadas a mano) y diversas pinturas, además de un busto de Homero Manzi. Para goce de tangueros en el barrio de Barracas ha reabierto el Bar Los Laureles, considerado el último bastión del arrabal porteño. Se fundó en 1893 y mantiene milonga, show de tango y peña folclórica. Su nuevo dueño declaró: “El bar Los Laureles será lo que fue históricamente, un bodegón milonguero para la gente del barrio. Queremos recuperar su época de oro”. En la línea de históricos no descuidaremos el club social El Tábano, fundado sobre cuatro pilares (la familia, los amigos, el tango y el fútbol) y que fue el hogar del polaco Goyeneche.
Hasta el pasado mes de marzo tuvo lugar en la Biblioteca Nacional (impresionante edificio de Clorindo Testa) la exposición Tango que fuiste y serás. En el catálogo, numerosos autores destacan la importancia del género en la memoria colectiva de la vida porteña. En un magnífico estudio, Florencia Ubertalli rememora el papel fundamental que jugaron las mujeres en su proceso de consolidación como música nacional. La primera compositora de tango fue Eloísa D’Herbil, que se salió de la senda de la pureza con Yo soy la rubia: “Tengo la gracia de la porteña / tengo de la francesa todo su chic / De la española tengo el salero / y de la rubia inglesa su dulce flirt”, y le tomaron el relevo Pepita Avellaneda y Azucena Maizani.
Lugar fundamental
En cualquier caso, si hay un lugar fundacional e imprescindible es la Casa Museo Carlos Gardel. Su temprana muerte, a los 44 años, en un accidente de avión lo elevó al instante al altar del mito. Se llega en subte sin fallo: en la estación de metro Carlos Gardel vale la pena contemplar los coloridos murales del uruguayo Carlos Paez Vilaró (autor de otro mural gigante en la puerta de entrada a Barrio Parque) y otro más clásico de León Untroib en el que se aprecia el arte del estilo “fileteado” típicamente porteño.
Junto al maravilloso mercado de Abasto, hoy Shopping Abasto, en la puerta del exrestaurante Chanta Cuatro, donde solía ir Gardel con sus amigos, una escultura humaniza al cantante y, de alguna manera, indica el camino a la casa en que creció. No entraremos en discusiones de dónde nació Gardel (para unos lo hizo en Tacuarembó y para otros, en Toulouse), pero en lo que no hay duda es en que pasó su infancia en esta “casa chorizo” de Buenos Aires. Hijo de madre soltera, Marie Berthe Gardés, juntos buscaron un futuro mejor en Argentina. La madre trabajó como planchadora mientras el francesito, como llamaban a Gardel sus compañeros del Abasto, se hacía al barrio y empezaba a alzar la voz. Habitaron en un conventillo de la calle Uruguay y, posteriormente, con los primeros pesos, él compró esta casa para los dos. Con Gardel se incorporó la letra al tango y Mi noche triste (también llamada Lita) sería la primera canción que grabó. Por la casa, a través de vídeos, objetos e imágenes se da cuenta de su vida: la importancia del viaje, de sus hermanos de vida, de las amistades (Azucena Maizani, Mona Maris) y del amor a la madre y a su compañera Isabel del Valle.
Al final de la visita se le dedica una sala a Aníbal Troilo, considerado el otro Gardel del Abasto y figura imprescindible. Desde su despunte como director en 1937, marcó la diferencia incorporando un estilo personal como bandoneonista y una estética orquestal. Compositor musical de temas como Toda mi vida (con letra de Contursi) o La ultima cruda (con Cátulo Castillo), nació y creció en este barrio y halló en la figura de Gardel un faro para su carrera artística: “Yo toqué, toco y tocaré como cantaba Gardel”.
En una plazoleta cercana se levanta un peculiar juego escultórico llamado Homenaje al maestro Pugliese, un laburante de la música, un militante de la vida por un mundo solidario, obra de Paula Franzi. Director de orquesta, pianista y compositor, mantuvo su “orquesta típica”, un sexteto, años y años. Escribió más de 150 canciones. Es ciudadano ilustre de Buenos Aires. Comprometido política y socialmente, impulsó la creación del Sindicato de Músicos en su país y recibió reconocimientos por el mundo. Como puede verse en YouTube en actuaciones conjuntas, Pugliese fue imprescindible en la formación de Astor Piazzolla, el gran renovador del tango en los años setenta y que redefinió su identidad como evidencian piezas del estilo de Estudio tercero para flauta o Libertango. Empezó en la orquesta de Aníbal Troilo pero luego vivió las bondades del exilio voluntario en París, donde fue alumno de la gran Nadia Boulanger (maestra de tantos, Stravinski incluido). Llegó a decir: “Sí, soy un enemigo del tango, pero del tango como ellos lo entienden. Ellos siguen creyendo en el compadrito, yo no. Creen en el farolito, yo no”. Piazzolla encara el tango nuevo y al puerto y al arrabal le suma mazurcas y poleas, jazz, swing, contrapunto… explorando sus límites con gran audacia creativa.
El Museo Nacional del Tango, también conocido como la Academia Musical del Tango, se encuentra en el portal contiguo al Café Tortoni (aunque hoy devorado por el turismo, es otro más de esos bares notables con los que se protege la identidad porteña y que también tiene su tango, claro, Viejo Tortoni de Héctor Negro: “Tortoni de ahora, tan joven y antiguo / con algo de templo, de posta y de bar / Azul recalada, si el tiempo es el mismo / ¿Quién dijo que acaso no sirva soñar?). El museo lo fundó en 1990 el escritor e historiador de tango Horacio Ferrer, que vio la necesidad de que esa danza que iba a cumplir cien años se canalizara y se estudiara. Evocación de los primeros pasos del tango, que pasó del sincretismo rítmico con esclavos a ser un baile de calle y luego de salón. Encontramos partituras, instrumentos, testimonios de lo que fueron las primeras décadas, la guardia vieja, la guardia nueva o la modernización que imprimió Piazzolla, que prefigura el tecno tango con Del Bajo Fondo.
Es probable que la milonga al aire libre de la plaza Dorrego sea la imagen más típica de la fusión tango y Buenos Aires. Que San Telmo es un lugar fundacional del tango lo demuestran lugares como el conventillo La Casona (conocido por los comercios de sus patios) y el club social Cambalache. También aquí, aunque ya tocando a la plaza de Mayo, y enfrente de la reputada sala de conciertos La Trastienda, se halla la famosa casa de tango Michelangelo Legend. Es común en Buenos Aires asistir a un espectáculo que incluya cena y posterior show en el que se repasa la historia del tango cantado y bailado y que acaba configurando un encuentro íntimo con el cabaret, en el que destaca la sensualidad del movimiento, esencia primigenia del género. Esta opción y, sobre todo, la de Rojo Tango, en el Hotel Faena, cuya orquesta a cargo de Daniel Ruggiero es de enorme calidad, son de las mejores en ese espectro turístico (a menudo se incluye en el paquete el traslado al alojamiento). En el espectáculo se aprecian la seducción de dejarse llevar y ser guiado y la nostalgia originaria. El baile como una dialéctica.
Otro bar notable tocado por al aura del tango es el Café de los Angelitos, donde tanto tiempo pasaban los personajes de la novela de Almudena Grandes Los pacientes del doctor García durante su exilio porteño. Cátulo Castillo le dedicó un tango con música de Razzano: “Yo te evoco, perdido en la vida / y enredado en los hilos del humo / frente a un grato recuerdo que fumo / y a esta negra porción de café … / Rivadavia y Rincón, vieja esquina / de la antigua amistad que regresa / coqueteando su gris, en la mesa / que está / meditando en sus noches de ayer”.
En ninguna lista de boliches tangueros ilustres puede faltar el histórico Café La Humedad al que Cacho Castaña le escribió su propio tango: “Café La Humedad, billar y reunión / sábados con trampas, qué linda función / yo solamente necesito agradecerte / la enseñanza de tus noches / que me alejan de la muerte…”. En la entrada una placa anuncia que esta fue la casa de Aníbal Troilo y el interior lo define una reputación de teatro bar típicamente porteño sin rastro de pretensiones.
Aunque si hablamos de cafés ninguno como el bar Esquina Homero Manzi, en San Juan y Boedo (sitio histórico nacional). Probablemente no haya un lugar tan auténtico y tan querido por los locales. Aquí escribió Homero Manzi el tango Sur en el año 1948 (“Nostalgia de las cosas que ha pasado / arena que la vida se llevó”), al que puso música su inseparable compadre Aníbal Troilo. El bar tuvo una época dorada en los años cincuenta, cuando en sus mesas coincidían tangueros e hinchas de San Lorenzo de Almagro como Javier Alejandro Cortese, experto periodista en la materia y enciclopedia andante bonaerense, a quien encontramos sentado junto al ventanal.
En un artículo sobre el tango y Buenos Aires no puede faltar La Boca, principalmente por dos razones: la calle Necochea fue el epicentro donde la guardia vieja desarrolló su esencia tal y como se plasma en Tres amigos, de Enrique Cadícamo: “Tres amigos siempre fuimos / en aquella juventud… / Era el trío más mentado / que pudo haber caminado / por esas calles del sur. / ¿Dónde andarás, Pancho Alsina? / ¿Dónde andarás, Balmaceda? / Yo los espero en la esquina / de Suárez y Necochea…”. Hay quien dice que en esta esquina nace el tango. La Boca fue barrio genuinamente tanguero, “zona de los negros” dijo Nicanor Sagasta, de ritmos de candombe y de peringundines (bares nocturnos de mala fama), de emigrantes y criollos. Así se forja una identidad de conventillos, faroles y esquinas con cortejos, ropajes ceñidos, noches de garufa y pañuelos blancos anudados al cuello. Y evidentemente Caminito, hoy plagado de turistas fotografiando los colores de Benito Quinquela (el pintor de la Boca), calle que dio nombre al tango de Gabino Coria Peñaloza: “Caminito que todas las tardes / feliz recorría cantando mi amor / no le digas si vuelve a pasar / que mi llanto tu suelo regó…”.
El tango más contemporáneo se encuentra en grupos como Siniestra y en milongas como Parakultural, siempre con músicos en vivo, organizada por Omar Viola. También la de Caff, Club Atlético Fernández Fierro, el underground del tango, o la de Galpón B.
Y para compendiar todo esto es justo señalar que en el cementerio de la Chacarita (otra obra imprescindible con intervención de Clorindo Testa) se encuentra el frecuentado mausoleo de Carlos Gardel, así como en el predio destinado a celebridades las tumbas con sus correspondientes homenajes escultóricos (y ante la mirada de Alfonsina Storni) de Roberto Goyonoche (Ay, Naranjo en Flor), Aníbal Troilo (Ay, su responso a Homero Manzi) y Osvaldo Pugliese. Y es que “primero hay que saber sufrir / después amar / después partir / y al fin andar sin pensamiento”.
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