Limpiar las juntas de la cocina, una terapia en peligro de extinción
A veces, las tareas domésticas son una carga. Otras, un poderoso sortilegio para mantener a raya la sensación de desamparo, desorden y caos en un mundo incierto


Antes de que acabe el día tengo que entregar un artículo importante. Por lo tanto, me pongo a fregar las juntas de los azulejos.
Sea en el lavabo o sea en la cocina, no me ciño a ningún método contrastado. Ajusto el tapón en el fregadero más cercano, dejo correr el agua caliente hasta llenarlo, echo un chorro de Fairy y me calzo los guantes de goma. Pongo lo mejor del power metal de los noventa en el altavoz a todo lo que da, agarro el estropajo y, como una cenicienta en chándal al borde del delirio místico, rasco, rasco y rasco cada centímetro cuadrado, agazapada a ras de suelo o encaramada a la campana extractora para llegar al techo, hasta quedar agotada y titilante, sudada y extasiada. Entonces, quito la música, me dejo caer en una silla vieja, me bebo un vaso de vino fresquito, y todo en el mundo me parece divino y la vida está como tiene que estar.
No me obsesiona la higiene de las juntas, ni me preocupa en exceso que con el paso del tiempo envejezcan, se resquebrajen o cambien de color. No limpio juntas cuando las juntas lo necesitan, sino cuando lo necesito yo. Me encomiendo a este ceremonial por su efecto terapéutico en cuerpo, mente y espíritu. Frente a la incertidumbre, el desconcierto, las grandes cuestiones universales, las averías en los trenes y los atascos cotidianos en la autopista y en la escritura, limpiar las juntas, como lavar los platos o hurgar con un palillo las rendijas de la funda del móvil, tiene un resultado previsible, claro, medible, fácilmente valorable en términos de bien y mal, y con una relación directa y proporcional al esfuerzo y al tiempo invertidos. A corto plazo, me arranca de los espirales de pensamiento y me hace volver a mi cuerpo y sentirme útil. A la larga, me da un objetivo claro a quien culpar por el dolor de hombro, allende la senectud acechante y el remordimiento tras una vida de desoír los consejos sobre la importancia de los buenos hábitos posturales en los cursillos de riesgos laborales.
A veces, las tareas domésticas son una carga. Otras, un poderoso sortilegio para mantener a raya la sensación de desamparo, desorden y caos en un mundo incierto; una fantasía de control que permite saborear un domingo por la mañana las mieles de la utopía de la precisión total y la perfecta regulación emocional. Siempre son, en cualquier caso, parte del eterno ir y venir, hacer y deshacer, crear y destruir, de este balanceo pendular que es estar vivo.
Pero hoy es cada día más difícil limpiar juntas, porque las juntas están en peligro de extinción.
Cualquier reforma de cocina o baño parece pasar, indefectiblemente, por arrancar las baldosas esmaltadas de 15 por 15 de toda la vida y sustituirlas por placas de gran formato tan grises y frías, tan poco acogedoras y poco cálidas, como prácticas y rápidas de colocar y de limpiar. Los comerciales fardan de una factura de albañilería con menos horas de trabajo de los operarios, y de un espacio resultante que será la panacea de la continuidad y la amplitud. Los mismos ocho metros cuadrados de la fotografía del “antes” serán, en el “después”, gracias a la ausencia de juntas, una experiencia de lo diáfano comparable a nadar en mar abierto sobre fosas abisales. Desde las profundidades de todo lo que queda de reptiliano en mi cerebro emerge el grito “¡tiburones!”. Con este mismo argumento nos encasquetaron la inducción y nos arrebataron el fuego y la posibilidad de guisar en cazuela de barro. Siguiendo este razonamiento, solo un hilo muy fino nos separa de recubrir las paredes de las cocinas con el mismo acabado de suelos y muros de aparcamientos subterráneos: una capa de pintura termoplástica resistente al agua y al tráfico intenso, y listos. En lo que a obra nueva se refiere, que la casa cuente con cocina con paredes ya es un hito a celebrar.
La semana pasada, durante la rueda de prensa de presentación de resultados financieros de Mercadona, su presidente, Juan Roig, sentenció, en pleno ritual de ostentación de la rentabilidad de su sección de comida precocinada, que la cocina como estancia estaba condenada a desaparecer: “Lo dije y lo mantengo: a mitad del siglo XXI no habrá cocinas. Espero vivirlo. Yo calculo que sí, porque quedan 25 años y yo quiero llegar a los 100 años”.
En paralelo, Jeff Bezos y Bill Gates, grandes magnates futuristas, anuncian no solamente que todavía friegan los platos, sino que consideran, con el aval de los expertos en creatividad, que el ratito de trabajar con la esponja cada noche es una de las claves de su éxito: una suerte de meditación que los lleva al estado mental necesario para que el cerebro de sus saltos más rompedores.
Ya existen centros de bienestar en los que, a cambio de un módico precio, uno puede gozar de la experiencia de fregar los platos o rascar las juntas como acto meditativo y ritual espiritual para lograr un estado superior de la consciencia.
Según parece, el progreso parece ser extirpar la cocina y todas las actividades que de ella emergen, como si de un cáncer se tratase, del cuerpo vivo de la vida cotidiana, para después instalarlas en territorio comanche mercantil y poder proceder a trocearlas, envasarlas, etiquetarlas y venderlas como unidades de consumo autoconclusivo, sean comida o experiencias.
Superadas las incomodidades de la tan rústica y obsoleta vida culinaria de un pasado de azulejos pequeños, el ser humano del futuro podrá gozar de una existencia diáfana de producir y pacer semejante a la de los animales de granja, pagando por fregar las juntas cada cierto tiempo para encontrarle algún sentido a vivir.
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