Ir al contenido
_
_
_
_

Ni tabernas gourmet ni pubs de copas: el local que triunfa en la calle Ponzano de Madrid es una churrería de 1958

Javier y Alberto Cuenca son la tercera generación al frente de este negocio familiar que inició su abuelo. A su alrededor todo se ha transformado para adaptarse a las nuevas modas, pero en este local todo sigue como siempre, y funciona

Alberto y Javier Cuenca de la Fuente, de la churrería Julián Cuenca de la Fuente en Madrid
Ixone Arana

En plena calle Ponzano, una de las millas gastronómicas de moda de Madrid, rodeada de garitos con nombres gamberros como Malparida, Meneo, Riverita o Papaya, está la churrería. Así, sin más. “CHURRERÍA - PATATAS FRITAS”, anuncian las letras blancas de su discreto toldito verde en el número 31. Por las noches, los bares de copas se llenan de estilosas jornadas de afterwork y los sibaritas salen de debajo de las piedras en busca de un hueco en el restaurante que han visto elogiar en TikTok, pero ningún establecimiento tiene una cola tan fiel como la que se forma cada mañana en la puerta de la churrería. “Tenemos clientes de hace 30 y 40 años”, confirma Alberto Cuenca, uno de los dos hermanos al frente del negocio familiar.

Alberto (50 años) y Javier (56 años) son la tercera generación de churreros de la churrería Julián Cuenca de la Fuente. “Mi abuelo [Julián] puso el negocio en la calle Zurbarán en 1958, pero le expropiaron y se vino aquí, que pertenecía a una pescadería”, explica Alberto. “¡A una carbonería!”, le corrige su hermano mayor, que está dando forma y friendo los churros mientras él corta porras y despacha en el mostrador. Fuera lo que fuera antes, ellos llevan 20 años juntos en el negocio y ambos coinciden en que la vida comercial de la calle Ponzano ha cambiado mucho en el último siglo. “Al principio creo que esto era una lechería, con barra, y había otra ahí detrás. Luego se ha ido reformando todo y ahora solo hay bares”, lamenta Javier.

La churrería es pequeña, delante del mostrador caben un par de clientes como mucho, de ahí que siempre esté llena y casi siempre haya cola. A las siete de la mañana ―abren a las 6.15 de lunes a viernes y a las 7.00 los sábados―, un trabajador del cercano centro de día para mayores de Santa Engracia aparca la furgoneta delante del local, y a los pocos minutos sale con una buena ración de churros y porras a las que no puede evitar hincar el diente antes de volver a arrancar. “¡Que tengáis un buen día”!, se les oye despedirse a los hermanos Cuenca. Hablan en plural porque saben que muchos de sus encargos son para compartir. “Tenemos muchos pedidos para bares y empresas”, explica Alberto. Esta mañana, por ejemplo, avisan a un cliente habitual de que tendrá que esperar “cinco minutillos” porque están preparando un pedido grande que viajará en moto hasta un cercano cuartel de la Guardia Civil. Muchos bares de la zona ―de los que no tienen nombres canallitas― también se abastecen de sus productos. “Los Arcos, Los Torreznos, El Escudo, el Río Tormes...”, enumeran, por citar algunos.

Una clienta sale de la churrería Julián Cuenca de la Fuente, en la calle Ponzano de Madrid, el 24 de marzo de 2025.

Los hermanos suelen comenzar la jornada laboral a las 4.45 de la mañana de lunes a sábado. “Si hay pedido a las 4.00 o a las 4.30”, detalla Alberto. Es entonces cuando preparan la masa, hecha a mano, sin la ayuda de ninguna máquina. El madrugón no les importa, pero Javier, que es quien normalmente se encarga de la enorme sartén, asegura que lo más duro de este trabajo es el calor. “El calor y hacer la masa”, puntualiza. Una masa que solo lleva agua, harina, sal y mucho esfuerzo. “Hay que hacerlos con mucha tranquilidad y a mano”, propone su hermano como la fórmula del éxito de sus productos. Los churros cuestan 30 céntimos la unidad y las porras, 50 céntimos ―en el servicio a domicilio a empresas se incrementa un 10% el precio de cualquier producto―. También venden patatas fritas, cortezas, tostones, almendras, piñones, nueces... que a menudo sirven como aperitivo en los bares de la zona. En algunas estanterías se apilan también botes de piparras o mejillones que ofrecen a sus clientes. “El tema de los churros lo despachamos hasta las 11.00 y la parte de frutos secos hasta las 14.00”, explica Javier. “Cerramos a las 14.00, si nos dejan”, bromea su hermano.

Dicen que el local está algo reformado, pero dentro parece que no ha pasado el tiempo, que todo sigue como cuando regentaban el negocio sus padres o incluso sus abuelos: la caja registradora, el cartel de precios... pero, sobre todo, es el trato cercano con los clientes, ese preguntarse y hablar de la vida, lo que ahora parece en peligro de extinción a su alrededor. Cuando los últimos noctámbulos se retiran a casa tras una noche de juerga en la calle Ponzano, los hermanos Cuenca ya están trabajando, pero intentan abrir cuando estos ya se han ido, en vez de aprovechar a hacer caja a su costa. “Sí, porque si no se quedan aquí a charlar y a dar voces y pueden molestar a los vecinos”, justifica el mayor.

Sobre si habrá un cuarto relevo generacional, ninguno de los dos es muy optimistas.

―Yo tengo hijas, pero... ―dice Javier con gesto de poca esperanza.

―Es demasiado duro este trabajo para los críos ―se suma a la conversación un cliente que acaba de pedir 20 churros y un brick de chocolate.

―Hoy en día sí, desde luego ―remata Alberto―. Aquí, con nosotros, ya se acaba la historia.

Por suerte (o por desgracia para ellos), todavía les queda mucho que amasar. “A mi hermano le quedan nueve años de trabajo y a mí me quedan 15”, calcula Alberto. “Luego, cuando se vaya él, igual también me voy yo, depende cómo esté el mercado”, avanza.

Los bares de la zona buscan llamar la atención con vistosos letreros para atraer a los clientes ante la ingente oferta de establecimientos de la calle, donde hay hasta 78 locales aglutinados en apenas un kilómetro. “Si me regalan flores que sean margaritas y con mucho hielo”, dice una frase escrita con luces de neón en el interior de un garito de la acera de enfrente de la churrería. Los hermanos Cuenca no necesitan nada de eso, el apetitoso aroma de los churros que se extiende por la calle es suficiente reclamo para querer entrar dentro o para que no importe esperar fuera, haciendo cola.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

¿Tienes una suscripción de empresa? Accede aquí para contratar más cuentas.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Sobre la firma

Ixone Arana
Es redactora de Estilo de Vida. Antes de incorporarse a EL PAÍS, donde también ha escrito para la sección de Madrid, trabajó en 'Cinco Días', principalmente en la sección de Fortuna. Graduada en Periodismo por la Universidad del País Vasco y Máster de Periodismo UAM-EL PAÍS.
Rellena tu nombre y apellido para comentarcompletar datos

Más información

Archivado En

_
_