Pol Taburet, el veinteañero francés nieto de migrantes que ha logrado que los museos compitan por su obra
La última revolución pictórica tiene solo 27 años y nos recibe en su estudio de París para hablar de los retablos laicos, con ecos de Goya y Balthus, que expone desde el 4 de marzo en el Pabellón de los Hexágonos de Madrid


Con 27 años, Pol Taburet es el talento más precoz del nuevo arte francés, el último fenómeno por el que museos y galerías compiten ferozmente. Este mes llega a España de la mano de la fundación de la coleccionista Patrizia Sandretto Re Rebaudengo y del influyente comisario Hans Ulrich Obrist, con una nueva exposición en el Pabellón de los Hexágonos, joya arquitectónica de Corrales y Molezún en la Casa de Campo de Madrid. Allí podrá visitarse hasta finales de abril. “Me hizo pensar en una iglesia moderna. Me intrigó la relación entre la naturaleza exterior y el interior, tan bellamente restaurado”, cuenta Taburet, días antes de la inauguración, sentado en una butaca manchada de pintura fresca en su estudio de Aubervilliers, a las puertas de París.
No conocía España, pero dice haber vivido un “flechazo” con Madrid. “Me han enseñado una ciudad distinta, alejada del turismo. Aunque también pasé muchas horas en el Prado, viendo en persona pinturas que antes solo conocía por los libros de historia”. Sobre todo, Goya, a cuya fuerza en las distancias cortas no logra hacer justicia ninguna reproducción. Una revelación que ha guiado la creación de la docena de obras de gran formato que componen su muestra, pobladas de “criaturas mágicas en constante transformación”.


Sus cuadros son retablos siniestros concebidos para esa iglesia laica. Nos los muestra, recién terminados, apoyados contra la pared. Parecen flotar en el espacio, suspendidos por una fuerza invisible, como si un conjuro los mantuviera en vilo. Negros y ominosos, están habitados por figuras que evocan jueces de un tribunal temible, como si recogieran el eco de los episodios más oscuros de nuestra historia. Varias de esas siluetas están cubiertas con capirotes, como salidos de los tiempos de la Inquisición. “Por supuesto, resuenan con el pasado español y la cultura del lugar, aunque también remiten a ciertos rituales mágicos o al Ku Klux Klan. Me interesa jugar con esa ambigüedad. No busco lo monstruoso, sino esa zona incierta en la que lo terrible y lo ridículo coexisten”. El legado de las Pinturas negras sigue latiendo.
Taburet evita proporcionar significados cerrados y rehúye interpretaciones inmediatas, pero lo mórbido predomina en lienzos que parecen dialogar con nuestro turbio presente. ¿Reflejan sus obras el nuevo oscurantismo que parece cernirse sobre nosotros? “Hay en Europa, y en el resto del mundo, una sensación de pesadez, un clima de incertidumbre. Como tantos artistas, yo absorbo eso, lo proceso y lo proyecto”, responde. En sus cuadros también hay locura y escatología, ecos del Renacimiento italiano, paisajes de aire surrealista, algo de su admirado Francis Bacon y de la transvanguardia de Francesco Clemente. “Sí, aunque intento alejarme de esas influencias. En este caso, me he inspirado más en Balthus, pese a odiar lo que él representa”, dice, aludiendo a las insinuaciones de pedofilia que rodean la obra del pintor polaco, conocido por retratar a niñas pequeñas. “Sus cuadros tienen un misterio insondable. Sientes que esconden un secreto, que hay una mentira detrás del lienzo. Yo quería que en mis obras hubiera algo que también escapara a la mirada”.



¿De dónde surge Taburet? El pintor creció en los barrios obreros del noreste de París, nieto de inmigrantes de Guadalupe. Es el menor de tres hermanos. Su madre, vigilante de sala en el Museo de Arte Moderno de la ciudad, le transmitió su pasión por la pintura y le permitió una educación informal en la materia. Estudió Bellas Artes en Cergy, la ciudad de Annie Ernaux, aunque allí apenas le enseñaron a pintar, en un momento en que la disciplina parecía en desuso.
Diez años después, ha recuperado su lugar entre los jóvenes artistas, a la vez que París, tras un periodo de relativo letargo, vuelve a vibrar con una escena cultural en ebullición. “Hace unos años quería mudarme a Nueva York. Ahora prefiero quedarme aquí. París se está abriendo a los extranjeros, veo un diálogo entre artistas llegados de todos lados. Me hubiera encantado empezar ahora: hay una efervescencia muy punk, incontrolable, que es maravillosa”, dice, como si tuviera veinte años más.
Su nombre entró en el circuito cuando, con 25 años y tras solo un par de muestras –una de ellas en la sala de exhibiciones de su universidad–, protagonizó una gran exposición ocupando todas las plantas de Lafayette Anticipations, prestigioso centro de arte en el Marais parisiense. Siente la presión de haberse dado a conocer tan pronto. “No quiero que se piense que mi obra es febril, porque yo creo que ya es muy sólida. Siento que, por mi edad, no tengo el derecho al error”, responde.


Los cuadros que presentó entonces se distinguían por colores vibrantes y figuras inquietantes, en su mayoría pintados en los meses posteriores a la pandemia. Sobre fondos intensos de rojo, amarillo o verde, emergían criaturas deformes y sombrías. Su nueva producción, en cambio, marca un giro radical: ahora predomina el blanco y negro. “El blanco antes me parecía demasiado impoluto. Ahora es esencial, junto al negro, que aporta gravedad a los cuadros. Antes suavizaba la oscuridad con color. Ahora la asumo completamente”. Los guiños al Caribe que muchos vieron en su obra, bien mirados, carecen de fundamento. “Los colores de ese mar no son los de la paleta primaria. Yo lo asocio más con el negro. Supongo que es una herencia inconsciente, casi orgánica. En la pintura haitiana hay una voluntad de no ignorar la muerte, de representarla como una presencia constante, casi benévola. Como un personaje en sí mismo, siempre ahí, nunca lejos. Yo la pinto a menudo como una compañera de ruta, casi un ángel guardián invertido. Mientras ella no decida que ha llegado nuestra hora, seguimos vivos”, afirma Taburet, iniciado en el quimbois, el vudú guadalupeño.
En la cultura de sus ancestros encontró la inspiración para pintar sus crónicas al óleo del lado oscuro. “Desprenden una visión politeísta, donde los espíritus coexisten con los vivos”. Es decir, como sucede en la cultura vudú, donde las fronteras entre lo visible y lo invisible son porosas. Volviendo al punto de partida, esa coexistencia también la percibió en ciertas obras de Goya, que le parecen “fiestas donde todos se han vuelto locos”. Un universo donde la violencia social se convierte en enajenación colectiva. “Describe un mundo donde todo es injusto, donde los dioses luchan entre sí y los humanos sufren las consecuencias. Esta dualidad, esta tensión entre poder y vulnerabilidad, es lo que intento explorar en mi trabajo”, explica Taburet. Para él, pintar consiste en manipular la mirada. “Construyo un equilibrio entre lo que se muestra y lo que se oculta, como un ilusionista que deja ver algo mientras mantiene una parte en el misterio. Hay una dimensión teatral, casi ritual, en este proceso. Quiero que el espectador dude, que se sienta siempre en una línea de cresta entre lo real y lo imaginario”. Misión cumplida.
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