La guerra siria también se cura las heridas en el hospital del enemigo
Combatientes sirios heridos ingresados en Israel confían en el alto el fuego
“¡Hudna! ¡hudna!”, el vocablo árabe que equivale a tregua recorre con la sordina de un mantra la planta baja el hospital del Galilea Occidental en Nahariya, una población costera israelí a un tiro de piedra de la frontera con Líbano. Su eco rebota en el pabellón de los sirios, unos cuarenta hombres en edad de combatir ingresados con la cabeza reventada por un balazo o piernas destrozadas por la metralla que se recuperan bajo la custodia de soldados de paisano tras haber sido intervenidos en los quirófanos de un país enemigo.
Israel y Siria nunca firmaron la paz. La línea de armisticio de 1948 saltó por los aires en las guerras de los Seis Días y del Yom Kipur, cuando el Estado judío se apoderó, primero, y retuvo, después, los Altos del Golán. Casi moribundos, alguien los depositó de madrugada en la puerta de la verja de la zona desmilitarizada de Quneitra, la ciudad siria abandonada a los pies del territorio ocupado y anexionado. Desde 2013, el Gobierno israelí, ha autorizado por “razones humanitarias” la atención hospitalaria de unos 2.000 sirios víctimas del conflicto. Para los casos de heridas traumáticas de guerra en esa región de Siria esa es la única puerta hacia a la supervivencia.
La mayoría de los pacientes a los que visitó EL PAÍS habían llegado en medio de intensos combates en su país al hospital de Galilea Occidental, donde han conocido la noticia del primer cese de hostilidades observado de forma general en un lustro de conflicto. Alan, de 27 años, se cubre con un gorro de lana para que las costuras que zigzaguean por su cabeza no le estigmaticen como a un nuevo Frankenstein. “He vuelto a nacer, y ahora quiero volver a una Siria en paz”, acierta a decir mientras un enfermero árabe-israelí examina sus lesiones.
Como todos los pacientes del pabellón, será devuelto a Siria apenas se haya restablecido. No hay excepciones cuando se trata de ciudadanos de un Estado con el que Israel sigue técnicamente en guerra. Alan regresará pronto a Beilta, una aldea en la provincia de Quneitra donde nadie deberá saber que fue curado en un hospital israelí. Sus compañeros de sala en el hospital insisten en ocultar su identidad y piden al fotógrafo no ser recocidos en las imágenes que toma. Unos, la mayoría, defienden el cese de hostilidades en vigor, otros creen que no durará demasiado. “El Gobierno ha cometido muchos crímenes”, advierte uno de los pacientes.
El llamado Ejército de la Conquista, una coalición de fuerzas rebeldes encabezada por el Frente Al Nusra (filial de Al Qaeda), controla la mayor parte de la frontera siria con Israel, excepto una pequeña zona al norte de Israel, en el vértice con Líbano, que retiene el Ejército gubernamental, y otra al sur, limítrofe con Jordania, convertida en feudo de la Brigada de los Mártires de Yarmuk, milicia yihadista local que ha acabado rindiendo pleitesía al Estado Islámico (ISIS).
Israel muestra a la prensa internacional la atención que presta a los sirios heridos, pero ha rechazado acoger refugiados de un país con el que no ha cancelado aún formalmente las hostilidades. Una tercera parte de los pacientes atendidos son mujeres y niños, destaca Sara Paperin, portavoz del hospital de Nahariya. Estos datos no coinciden con los del oficial al mando de la evacuación desde la frontera, el teniente coronel Itzik Malka, que el pasado diciembre aseguraba a EL PAÍS que solo hay un 20% de hombres en edad militar.
El Estado Mayor ha ordenado no prestar atención médica a los combatientes yihadistas, en especial tras el linchamiento de dos supuestos milicianos de Al Nusra cuando eran evacuados el pasado mes de junio en una ambulancia militar desde la frontera. Uno de los heridos murió a causa de los golpes que le propinó una turba de drusos, los únicos sirios que permanecieron en el Golán tras las guerras de 1967 y 1973, que acusaron a los combatientes islamistas de atacar a sus familiares en aldeas vecinas en territorio sirio.
Unas 2.000 víctimas del conflicto en el país árabe han sido atendidos en centros sanitarios del Estado judío desde 2013
El neurocirujano mexicano Samuel Tobías dejó el antiguo Distrito Federal hace cuatro años siguiendo a su nueva esposa israelí. Ahora acopla y reconstruye cráneos y recoloca los sesos reventados en su sitio en Nahariya. Alan es uno de sus pacientes sirios. “Allá en un hospital chilango también veía a veces cosas extrañas… pero solo aquí me he encontrado con un paciente que me diga al despedirse tras recibir el alta: “Gracias por salvarme doctor, pero si le encuentro algún día merodeando por la frontera de mi país no tendré más remedio que pegarle un tiro”.
Este médico judío mexicano de 51 años, afincado ahora en Galilea, atiende a pacientes sirios que en un 85% de los casos han sufrido lesiones en combate. El resto declaran haber sido víctimas de accidentes más o menos ligados a la guerra. “No nos quejamos, tenemos un índice de supervivencia del 91% de los casos, pero como médicos se nos plantea el dilema moral de saber que van a devolverlos a un territorio en guerra después de que les hemos devuelto literalmente la vida”, reflexiona en voz alta.
“Todo eso cuesta muchos miles de dólares”, apunta la portavoz del hospital de Nahariya, quien detalla que el coste de un tercio del tratamiento lo cubre el Ministerio de Sanidad, otro tercio el Ministerio de Defensa, y el resto lo asume el propio centro sanitario. “En realidad todo sale de los mismos presupuestos públicos”, concluye Paperin. La responsable de comunicación del centro afirma que ni el Ejército ni los servicios de inteligencia practican interrogatorios a los pacientes para obtener información sobre la situación el conflicto en Siria. “Las normas deontológicas del centro son muy estrictas, y los responsables militares de la seguridad no entran en las plantas donde están ingresados los sirios pabellones”, asegura. “Claro que cuando son trasladados por los militares de vuelta a Siria no podemos controlar el trato que reciben”, reconoce. Israel atiende también a heridos del país árabe en los centros sanitarios de Safed y Zelat, también en el norte de Israel, así como en un hospital de campaña situado en la misma frontera.
En la planta de cuidados intensivos de Nahariya, el doctor Tobías examina a un hombre en la treintena que ingresó 10 días antes agonizando: “Se llama Bacher y ya empieza a responder a órdenes. Hubo que reconstruirle el cráneo y la mandíbula con piezas de titanio y parte del tejido de una de sus piernas. Cuando llegó aquí era como un vegetal, y la masa cerebral se le salía por la órbita destruida de su ojo derecho”.
El neurocirujano reconoce que dentro de un mes, como muy tarde, Bacher tendrá que volver a Siria. Conecta un ordenador y muestra el proceso de reconstrucción en una animación digitalizada que revela amplias áreas de la cabeza surcadas por placas y tornillos. Entusiasmado con el milagro cotidiano de su labor, Tobías se permite un guiño de complicidad humana con un enemigo potencial: “Miren no más, este sí que es el auténtico hombre biónico”.
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