Trump y América Latina
México obsesiona al nuevo presidente por un racismo básico ante todo lo diferente
Al presidente electo norteamericano, Donald Trump, no le interesa especialmente América Latina. Y, sin embargo, pueden temerse los mayores males de su mandato. Comerciales.
Barack Obama sentía una inclinación digamos que literaria por sus vecinos del sur; sabía que había que ponerles buena cara, lisonjearlos todo lo necesario, pero geopolíticamente la cabeza la tenía en Oriente Medio; para su desgracia en Palestina; como desiderátum de futuro en el Pacífico de China; y por necesidad en Europa, donde está ya, sin embargo, amortizada la anexión rusa de Crimea. A Trump, en cambio, le tiene sin cuidado la literatura política. El republicano podrá moverse con mayor margen de acción en casa que en el exterior: la OTAN seguramente puede sobrellevar la desatención presidencial; difícilmente liquidará lo que quede de embargo a Cuba. Pero tampoco parece vivir obsesionado por el castrismo: lo que le obsesiona es México por un racismo básico ante todo lo diferente y más aún si es atezado de color, al tiempo que necesita mantener el fervor de sus seguidores liberándoles de la competencia laboral y vecindad molesta de la mexicanidad. Y tanto si cumple como si no su improbable promesa de expulsar a millones de inmigrantes, lo que tampoco sería gran novedad puesto que con Obama se ha puesto en la frontera a dos millones y medio, la verdadera gravedad del asunto estriba en la involución proteccionista.
Lo primero que dice que hará el presidente es revisar los tratados comerciales, que sustituirá por acuerdos bilaterales, entre los que el TPP o Asociación Transpacífica está ya virtualmente muerto. Y las ideas de fondo que afectarán a América Latina son una venerable coraza proteccionista, con su secuela de antideslocalización obligatoria de empresas, que afectará a México más que a nadie, con su 73% de exportaciones y 51% de importaciones de EE UU. Joaquín Estefanía lo califica de “regreso al capitalismo de los años veinte”.
Donald Trump quiere poner un punto y aparte en la historia norteamericana de los dos últimos siglos. En 1845, el periodista John O’Sullivan proclamaba como justificación para despojar a México de la mitad de su territorio un insolente “destino manifiesto”, por el que EE UU se creía con derecho a dominar América. Tras la guerra de secesión (1861-65) y la “espléndida pequeña guerra” contra España (1898), como la calificó Theodore Roosevelt, Washington entraba en la escena mundial como gran potencia preparada para convertirse en hegemon planetario, apuntalado tanto como combatido por la emergencia de la URSS. Y hoy, cuando el fin de la Guerra Fría; el entierro de las ilusiones de reconstrucción de un inmanejable Oriente Medio; las correosas ambiciones rusas; y la resurrección de China acaban con cualquier ilusión de unipolaridad norteamericana, Trump habla de poner fin a esa correría, volviendo a la idea de nación parapetada entre dos océanos.
Los próximos años mostrarán en qué medida su madeja de compromisos exteriores permite a EE UU atrincherarse en una visión defensiva de sí mismo. Pero los primeros en sufrir las peores consecuencias pueden ser sus socios latinoamericanos.
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