AfD se hace fuerte en la periferia de Berlín
En las colmenas donde viven los antiguos trabajadores de la RDA anida hoy la desafección que explota con éxito la ultraderecha con un discurso antinmigración
Hace un frío que hiela y que vacía las calles de esta ciudad-dormitorio de la periferia de Berlín. Esto es el norte de Marzahn, una zona estigmatizada y el distrito electoral en el que la ultraderecha alemana triunfa como en ningún otro punto de la capital. Aquí, a poco más de media hora de Berlín en transporte público, uno de cada cuatro votantes elige la papeleta de Alternativa para Alemania (AfD). Y aquí, en este mar de bloques prefabricados de la antigua Alemania Oriental (RDA), flaquea la tesis de que el apoyo a la ultraderecha procede del campo despoblado y se hace patente que la desafección periférica es también urbana y sobre todo, mental.
El norte de Marzahn se levantó en los años ochenta, cuando policías, profesores y militares bien avenidos con el régimen socialista entre otros poblaron los llamados Plattenbauten prefabricados. Aquí vivían y siguen también viviendo trabajadores vietnamitas, aterrizados en tiempos de la RDA, a los que se sumarían ciudadanos rusos tras el colapso de la Unión Soviética. En todo el distrito, viven unas 240.000 personas y aquí en la zona norte, unas 23.000 en edificios puzle construidos con planchas ensambladas, que dan un aspecto de colmena bien ordenada a la gran masa de cemento.
“¿Ve esto? Está todo roto, no ha cambiado nada desde la RDA”, se queja Gunnar Lindemann, diputado de AfD por Marzahn en el Parlamento regional de Berlín con un marcado discurso antinmigración. “Esto” es una plancha de cemento resquebrajada de las que forman la acera. Lindemann justifica el voto protesta a su partido por el estado del barrio, pero lo cierto es que el discurso catastrofista de Lindemann no cuadra con la realidad de un distrito ajardinado por el que cada diez minutos pasa un tren ligero o un tranvía que conecta con el centro de Berlín, en el que muchas casas han sido rehabilitadas.
Pero es igualmente cierto que pese a las mejoras, las calles de Marzahn destilan desesperanza. Se observa en los rostros cansados de los vecinos que van y vienen al tranvía con el mono de trabajo, en los ancianos con andador y la bolsa de plástico colgando en un lateral, o en los jóvenes engordados que hacen recados sin prisa y en chándal a media mañana.
En el norte de Marzahn, AfD obtuvo el 30,6% en las regionales de hace tres años, por delante de Die Linke, el partido de la izquierda poscomunista que obtuvo el 25,5%. En todo el distrito, AfD logró la segunda posición, también en las generales y en las europeas del año pasado. En las generales de 2017, la ultraderecha obtuvo un 12,6% de los votos en el país; más concentrados en el este. Aquí, como en el resto del país, AfD pesca sobre todo en el caladero de los abstencionistas. De gente que desconfía de los políticos y que ha decidido darle una oportunidad a quienes prometen hacer algo distinto. La estrategia también es la misma que en otras zonas. Cuando el frío amaina, Lindemann, recorre con una oficina móvil el barrio dos veces por semana. La gente se acerca y comparte sus problemas; se siente escuchada.
Con un discurso antinmigración en una zona con pocos recién llegados del extranjero y sin apenas conflictos, AfD le arrebató el liderazgo en esta zona del distrito electoral a Die Linke. Juntos, suman más del 50% de los apoyos electorales. Bjoern Tielebein, jefe del grupo parlamentario de Die Linke en Marzahn-Hellersdorf culpa en buena parte del éxito de la ultraderecha a lo que considera la dejación de los partidos tradicionales en zonas como esta, que dan por perdidas. “Son lugares abandonados por los partidos tradicionales. Die Linke y AfD son los únicos que salimos aquí a la calle. Los socialdemócratas y los conservadores se quedan en las zonas burguesas porque esto les resulta demasiado complicado y la gente se siente abandonada”.
Habla Tielebein de los problemas sociales de la zona, pero concede que hay otros lugares en Alemania con necesidades más agudas y sin embargo no votan a AfD. “Pero una cosa es la condición material de los sitios por fuera y otra lo que siente la gente por dentro”, advierte el representante de Die Linke.
Steffen Mau, profesor de Macrosociología de la Universidad Humboldt de Berlín y antiguo vecino de una periferia similar en Rostock, ofrece una explicación que resulta también muy esclarecedora. Cuenta que al contrario que en el oeste del país, estas zonas gozaban de cierto prestigio en época de la RDA. Mientras los centros de las ciudades se deterioraban, estos eran barrios ajardinados habitados por funcionarios y otros privilegiados. Pero con la caída del Muro y la reunificación alemana a principios de los noventa, se impuso la percepción y el discurso del oeste de que las periferias son para quien no puede permitirse vivir en el centro y estos lugares dejaron de considerarse atractivos. El prestigio y el sentimiento de privilegio se transformaron en resquemor. Autor de Lütten Klein: La vida en la sociedad de la transformación en el este de Alemania, Mau asegura que“quien pudo, emigró y se quedaron los que no tenían un mejor sitio al que ir”. La frustración fue creciendo al compás de un estigma que no dejaba de crecer.
A las puertas de uno de los pocos comercios incrustados en los bajos de un edificio, Nicole Woisnitzh es la viva imagen de las dinámicas sociopolíticas del barrio. “Nadie se ocupa de este barrio. Llevo 20 años aquí y cada año es peor. Los políticos no ofrecen soluciones”. A sus 49 años, es montadora de muebles en una empresa de eventos. Gana 1.400 euros al mes y paga 560 de alquiler. Antes, no votaba o elegía al partido animalista, pero en las últimas convocatorias electorales, ha votado a AfD porque “no tenemos otra opción. Los demás han demostrado que no han hecho nada en los últimos 30 años. La próxima vez, les volveré a votar para que algo cambie, para que vengan políticos nuevos y que por fin pase algo”. A su lado, Verena Becker, de 31 años y con el pelo teñido de rosa, que se dedica a cuidar a personas mayores también por el salario mínimo. Asiente todo el tiempo con la cabeza al oír a su amiga. Cuando se les pregunta si les gustaría vivir en otro sitio, les da la risa. “¿En dónde? Los precios han subido en todas partes”, dice Woisnitzh pasadas las diez de la mañana, mientras esquiva a un borracho que va dando tumbos y que casi se estampa contra un cartel.
Trabajadores pobres
El problema aquí no es el desempleo —cerca del 6%—, es más bien la pobreza laboral de quienes se levantan cada mañana para ir al tajo y a final de mes reciben el salario mínimo. El 11% del distrito gana menos de 900 euros al mes, según cifras oficiales. Esta zona norte es el epicentro de la subsistencia. “Solo en esta calle, la mitad reciben subsidios sociales. No es que no tengan trabajo, es que no ganan lo necesario”, asegura Lindemann, vecino del barrio. Un alquiler de un piso de 70 metros cuadrados puede rondar los 650 euros; un precio mucho más bajo que el que se paga en otras zonas de Berlín. “Quieren poner aquí en la periferia todo lo que no quieren en el centro”.
El bajo poder adquisitivo se nota también en el ritmo de consumo del barrio. El centro comercial tiene un aire muy desangelado. En el segundo piso los locales están vacíos y en el de abajo, apenas quedan supermercados de bajo coste, una agencia de viajes con carteles en cirílico, un estudio de uñas oriental, un salón con tragaperras y poco más. A la entrada un joven vietnamita vende tabaco ilegal.
La evolución demográfica de Marzahn es un caso de libro. Con la caída del muro de Berlín y el colapso del sistema socialista, mucha gente perdió su trabajo y emigró a otras partes del país, en busca de un futuro mejor. A mediados de los noventa, cerca del 50% de los apartamentos de esta zona de Marzahn quedaron vacíos. La situación era tan extrema que las autoridades optaron por rebajar muchos bloques, que antes tenían 11 pisos y hoy tienen cuatro. Había que habitar las casas vacías y empezó a llegar gente de aluvión, gente que no podía permitirse vivir en otro lugar. Llegaron también miles de ciudadanos rusos tras el colapso de la Unión Soviética y que en AfD han encontrado un partido que aboga con firmeza por el fin de las sanciones y que promueve una estrecha relación con Rusia. Lindemann, polémico por un reciente viaje a Donetsk es un claro exponente de esa alianza.
Con el paso de los años, los alquileres en Berlín han ido subiendo y la gente con rentas más bajas fue recalando en Marzahn. Ahora aquí se construyen nuevas viviendas para alojar a los que ya no tienen cabida en el centro de la capital. Tres grúas rojas en plena actividad dan hoy fe del cambio demográfico en ciernes.
Los refugiados como coartada
Un punto de inflexión política en Alemania y también en Marzahn fue la llamada crisis de los refugiados de 2015, cuando entraron en el país más de un millón de demandantes de asilo. Aquí llegaron muy pocos, apenas unos cientos, que siguen recalando en un centro de refugiados levantado en el barrio. Su presencia ha resultado clave en el auge de AfD, que ha logrado convertir en problema a ojos de muchos votantes, algo que en Marzahn no lo es. “No son criminales, pero en verano, cuando hace calor se sientan fuera y comen, beben y hablan alto. Son ruidosos y los vecinos se quejan. Ellos no trabajan, pero la gente de las casas de alrededor sí y quieren dormir”, asegura Lindemann, junto al centro de refugiados gris, con un patio, que hoy está vacío. “Aquí no hay casi extranjeros [un total del 11%, una de las cifras más bajas de la capital], pero no queremos acabar como otras zonas de Berlín. La gente tiene miedo, las mujeres tienen miedo de que les ataquen en la calle”.
La llegada de refugiados ha sido explotada, como es habitual, por la vía de los agravios comparativos, entre una población históricamente homogénea. “La gente se enfada, porque les dijeron que no había dinero para arreglar la calefacción de la escuela pero sí para construir un centro de refugiados”, asegura el político de AfD. ¿No es su labor explicar a los ciudadanos que el dinero procede de partidas diferentes y que no tiene que ver un gasto con el otro? “Sí, pero al final todo es dinero del contribuyente”, se escuda Lindemann, quien asegura que “los refugiados es la mayor motivación de nuestros votantes”.
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