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leyendo de pie
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La tercera vida de Teodoro Petkoff

Me pregunto qué diría el intelectual y opositor venezolano ante este panorama, en el que las cinco economías más grandes de nuestra América ostentan gobiernos de izquierda elegidos democráticamente

El intelectual y opositor venezolano Teodoro Petkoff
El intelectual y opositor venezolano Teodoro Petkoff, en una imagen de archivo.NICOLA ROCCO (AP)
Ibsen Martínez

Júbilo y zambombas por el triunfo de Lula en el Brasil (a los que me uno) cuando Nicolás Maduro y Gustavo Petro se reúnen en Caracas y las cinco economías más grandes de nuestra América ostentan gobiernos de izquierda elegidos democráticamente.

Hace medio siglo, ese mapa político, hecho de rayas, cuadrículas y sombreados que interrogan la inquietante infografía de nuestras democracias, habría sido impensable.

Tres de nuestras naciones son ya, no se olvide, descritas en el vecindario, ya sin mucho reparo, como dictaduras tan solo sedicentes de izquierda. Cuatro años atrás, en estas fechas, un 31 de octubre, fallecía en Caracas, a sus 87 años, Teodoro Petkoff, víctima de un mal que en los últimos días del político, pensador y editor borró de su vista el mundo en que aún vivo.

Hoy echo de menos a mi amigo y me pregunto qué diría ante este panorama quien, todavía en tiempos del inmovilismo soviético de la era Brezhnev, tuvo el coraje moral de hacer la crítica de las armas, repudiar todos los estalinismos y propugnar, en palabra y hechos, una idea urgente y todavía muy problemática en nuestra región: la de un socialismo democrático.

A poco de morir Teodoro, y sabedor de la honrosa privanza en que me tuvo, el escritor y radiodifusor venezolano César Miguel Rondón me entrevistó desde Miami, donde vive. Me hizo la pregunta que ha inquietado a todo el que, en vida suya conoció a Teodoro: ¿por qué alguien de ideas tan oportunamente visionarias, alguien de indiscutible carisma personal, alguien llegó a contar con el entusiasmo cómplice de Gabriel García Márquez al punto de que, en 1972, Gabo destinara todo el dinero del premio “Rómulo Gallegos” –100.000 dólares de aquella época—como contribución al partido que, fundado en torno a Teodoro, ganó el fervor de la juventud venezolana progresista y crítica de la izquierda estalinista de aquel tiempo, por qué, repito, no pudo él jamás inflamar suficientemente la imaginación de sus compatriotas, amasar una mayoría y alcanzar la presidencia de Venezuela?

No fui tomado por sorpresa, en verdad era la pregunta que debía hacerse, la que toda mi generación venía haciéndose desde hacía tiempo. Yo no tenía la repuesta y, a bote pronto, solo atiné a tartamudear convencionales “sabidurías” sobre el aplastante peso de las maquinarias bipartidistas de los años setenta y el disolvente efecto adocenador que las prebendas del petroestado populista tenían sobre la población cazadora de renta petrolera en la Venezuela Saudita. Mucho de lo que dije me parece aún indiscutible, pero no es toda la verdad.

La verdad— gran parte de ella—, es que el Movimiento al Socialismo (MAS), la agrupación fundada por Petkoff, sucumbió a los incentivos para la corrupción generados por el boom que siguió a la Guerra del Kippur, en 1973.

Un partido integrado originalmente por antiguos cuadros del Partido Comunista pasó en pocos años de ser el muy ocasional fiel de la balanza en los debates parlamentarios de los años setenta, a tercer actor, cada vez menos discordante, de un sistema clientelar de Gobierno que entró en crisis terminal con los sangrientos motines del Caracazo, en 1989. En el proceso surgieron facciones.

Todas denunciaban las perversiones del llamado “socialismo real”, casi todas fueron vocales de una socialdemocracia concebida in abstracto como “de avanzada”, alguna de ellas fue partidaria de fundirse sin melindres con Acción Democrática, el partido que había sido de Rómulo Betancourt, y ahora de Carlos Andrés Pérez. Con notables excepciones, los legisladores, alcaldes y gobernadores, que inicialmente despertaron esperanzas de una regeneración moral de la gestión pública, llegaron a ser, a ojos del común, indistinguibles de los del bipartidismo adocenado y corrupto contra el que insurgieron en los años setenta.

Hablo del mismo partido del que Teodoro fue parlamentario en sucesivas legislaturas y candidato presidencial hasta en dos ocasiones, la última en 1983. Con cada elección, el disfavor del electorado crecía hasta finalmente encallar en lo que un satírico llamó “el 5 por ciento histórico” del MAS.

Formando parte de una inverosímil coalición del MAS y un fragmento de la democracia cristiana, Teodoro apoyó en 1992 la candidatura del demócrata cristiano Rafael Caldera, en cuyo Gobierno ocupó el ministerio de planificación económica. A sus amigos, que hacía ya tiempo no votábamos al MAS, nos pareció aquel un final anticlimático para una singular carrera política. Solo que todavía no era el final.

A mediados de aquel periodo presidencial, Hugo Chávez obtuvo de Caldera el sobreseimiento de la causa por rebelión militar que había contra él y comenzó una campaña electoral que llegaría a ser arrolladora. En una asamblea, la dirección del MAS brindó su apoyo, quien iba en vertiginoso ascenso en las encuestas: Hugo Chávez. La única voz en contra fue la Teodoro. Cuando señaló los designios autoritarios de Chávez, la asamblea se hizo tumultuaria. “Los espero en la bajadita”, respondió Teodoro a los abucheos. Pocos días después renunció al partido que había fundado 27 años atrás, dramatizando así su desacuerdo.

Admirador confeso del don para reinventarse de Clint Eastwood, y rayando ya en los 70 años, dispuso entonces para sí una nueva trinchera: el periodismo. El tabloide de barricada que fundó en 2000, Tal Cual, descolló desde el primer día por una novedad: el editorial opositor ocupaba por completo su primera plana. Desde Tal Cual, no solo se opuso diariamente a la deriva autoritaria del chavismo, sino también y con igual denuedo, a los extravíos golpistas de la oposición.

En 2015, le fue otorgado en España el Premio Ortega y Gasset por “la extraordinaria evolución personal que le ha llevado desde sus inicios como guerrillero a convertirse en un símbolo de la resistencia democrática”. En una era como la que nos ha tocado, de pugna existencial entre tiranía y libertad, el legado de Teodoro, ahora imperecedero, es muchísimo más valioso para nuestra América que la improbable memoria de la presidencia que nunca alcanzó.

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