Látigos moralizantes
¿Hasta dónde puede llegar el ojo público, y por tanto su régimen de concesiones y castigos, en tus conversaciones privadas?
Uno de los momentos más fabulosos que me ha dado a vivir este nuevo siglo de las luces ocurrió cuando pude comprobar que había gente quitándole hierro a la rebaja de penas de violadores a causa de un error de la ley del solo sí es sí con el mismo ardor que reclamaba, al mismo tiempo, el máximo castigo (expedientes, expulsiones, cárcel) a la berrea de un chat de WhatsApp de unos alumnos de la Universidad de La Rioja. Había en ello una descripción delicada de la atmósfera, previsible en el caso del fallo de la ley (estoy seguro de que la comprensión de los políticos, periodistas y activistas de izquierdas hubiera sido la misma de haber sido un Gobierno de derechas el que sacase antes de tiempo, sin querer, a violadores a la calle) y moralizante hasta la fatiga en el caso de los mensajes privados: ¿hasta dónde puede llegar el ojo público, y, por tanto, su régimen de concesiones y castigos, en tus conversaciones privadas?
Fue el 6 de septiembre cuando la Cadena SER publicó la exclusiva de unos mensajes machistas y homófobos en un grupo de casi 200 alumnos universitarios. “Últimamente son muy putas todas”, “hay que partirle las bragas”, decían entre whatsapps en los que juzgaban físicamente a las nuevas alumnas (“es un puto quesito de cabra del copón”) y contaban, en fin, lo que les harían. Se produjo entonces un escándalo tan explosivo (hubo hasta concentraciones) como breve, probablemente porque los escandalizados miraron a sus propias casas y se encontraron a hijos de 18 años de los que no saben lo que tienen dentro del teléfono, del mismo modo que hace 30 años no sabían lo que tenían debajo del colchón. Hubo, en fin, una ola popular provocada por la lectura en frío de unos mensajes repugnantes expresados en lo que se creía entorno privado (y aquí está mi duda más sensible sobre este asunto: ¿a partir de cuántos miembros un grupo de WhatsApp deja de ser un chat privado?) y difundidos en público.
Rápidamente, surgieron las preguntas de rigor. ¿Es sancionable la repugnancia en la intimidad? ¿Hay algún improvisado juez de la plaza pública que nunca, en correspondencia privada, especialmente cuando era más joven, haya escrito de un muchacho “menudo culito tiene, lo que hacía con él” o expresado de una muchacha sus ganas de partirle las bragas? ¿Alguien se cree que Pablo Iglesias deseó de verdad en alguna ocasión azotar a Mariló Montero hasta hacerla sangrar o simplemente, en un ambiente de confianza, hizo por las risas el típico comentario machuno? ¿Podemos publicar mañana todos nuestra mensajería privada con la tranquilidad de sabernos seres puros, moralmente austeros, blanquísimos en nuestro humor respecto a los demás, contenidos y respetuosos en nuestra sexualidad, sinceros, honestos, generosos y buena gente, amigos de nuestros amigos, sin rabietas y odios locos, sin calentones contra nadie, pulcrísimos políticamente: lo que toda la vida se conocería —de haber existido alguien así— como un puto coñazo? Y por último, ¿cómo escribiríamos en nuestros chats privados de saber que mañana eso puede publicarse en un periódico?
La Universidad de La Rioja anunció el martes el archivo de las actuaciones contra los alumnos. Pocos se acordaban de un asunto que por un día pareció paralizar el país. No se trata de restarle gravedad, se trata de contextualizarlo. Quizá dentro de un tiempo esos chavales se lean a sí mismos con vergüenza, ojalá. Quizá dentro de un tiempo los látigos moralizantes también lo hagan, ojalá no.
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