Un juego de imaginaciones entrelazadas
No sé cuánto hay de verdad histórica en la relación sentimental entre la pintora Dora Carrington y el escritor Lytton Strachey, pero no importa nada de eso viendo Carrington. Christopher Hampton, un director novato procedente de la escritura, donde es un curtido, fértil y elegante guionista, deja sueltos a Emma Thompson y Jonathan Pryce para que recompongan aquella sorprendente historia de amor sin sexo y que, se ajuste o no a la verdad, se convierte finalmente en un asunto irrelevante porque la ficción que organizan mano a mano estos dos artistas revienta de otra verdad, tal vez menos cierta que la ocurrida hace alrededor de sesenta años, pero seguro que mucho más viva.El casto idilio que surge entre la pintora y el escritor se sale de la película, la deja chiquita y reducida a simple pretexto para que asistamos a un bellísimo juego de imaginaciones entrelazadas en una descabellada historia. No es posible imaginar una combinación más y mejor acabada entre oficio e inspiración o entre necesidad y libertad.
Mujer-imán
Observando en persona a Emma Thompson, aquí estos días en San Sebastián, se siente uno tentado de deducir que no hizo demasiado esfuerzo al resucitar a la pintora británica. Se limitó a comérsela cruda, a absorberla. Es un espectáculo ver a esta mujer-imán burlarse incluso de su sombra, descubrir en sus miradas de soslayo la chispa de incredulidad que le causa verse a sí misma convertida de pronto en centro de un barullo que no entiende y que probablemente le trae sin cuidado, pero en el que se mueve sin hacer un solo gesto, como un director de orquesta delante de su atril dando órdenes tan delicadamente sugeridas que obligan al que tiene en frente a encaramarse en la obediencia para crecerse.
Una risotada de esta señora, perdonando la vida, debe ser mortal para el perdonado. Su cercanía no aleja al interlocutor, como suele ocurrir con las llamadas estrellas (gente por lo general apagada), sino que lo acerca. Conocerla da hambre de conocerla más. Parece dueña de una ironía feroz, pero que no asusta sino que contagia.
Y de ahí proviene probablemente alguno de los hilos con que entretejen su amor imposible Jonathan Pryce y ella en Carrington. Es irremediable incluso para un homosexual absoluto, como aquel brillantísimo y escondido escritor no enamorarse perdidamente de Emma Thompson. De no haber tirado la película de este hilo, todo en ella sería irrealidad.
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