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Erupción del Etna

Una vez más el Etna se ha scassato, se ha quebrado, como dicen los habitantes de los pueblos etneos; hoy de nuevo el Etna, después de la última erupción de julio de 2001, ha abierto sus tremendas bocas, sus cráteres, y ha empezado a vomitar fuego y escorias, lava y cenizas. La lava ha empezado a deslizarse inexorablemente, amenazando al norte del pueblo de Linguaglossa, al sur, el pueblo de Nicolosini; las cenizas han oscurecido el sol como en un eclipse total, se han desplomado en forma de negra lluvia, sobre Catania, el viento las ha empujado hasta Malta, hasta Libia.

Es una erupción anómala, esta última del Etna, una tremenda erupción acompañada de un terremoto. Éste, con subterráneo, ciego furor ha sacudido los pueblos de Milo, Zafferana, Giarre, Acireale, ha ido a alcanzar la pequeña aldea de Santa Venerina, destruyendo casas e iglesias. Y los vulcanólogos se contradicen entre sí, se muestran confundidos. La gente etnea, acostumbrada a convivir con el volcán, esta vez está asustada, perdida, esperándose lo peor. Ha emitido esta vez el monstruo telúrico un nuevo y oscuro lenguaje, una nueva expresión indescifrable.

'Desplomándose así desde lo alto, / del útero tonante / que arroja al profundo cielo / de cenizas, de lavas y de piedras / noche y ruina, disuelta / en hirvientes arroyos...'. Nadie como Giacomo Leopardi, de manera tan alta, ha sabido imaginar y representar el horror de la erupción de un volcán, nadie ver como él la vasta, desolada desnudez, la desolación sin remedio de la costra de empedrada lava sobre ciudades y campos. Donde el único consuelo es la efímera retama, destinada ella también a desaparecer bajo nuevas oleadas incandescentes. La retama, y La retama que será borrada por el tiempo o por los cataclismos de la historia, quiere decir acaso el poeta. El poema La retama o la flor del desierto, que nosotros creemos en cambio que continuará, en las pérdidas y en las desolaciones futuras, consolándonos con su infinita belleza.

Sólo podemos deplorar el hecho de que Leopardi, que escribió el poema La retama (1836) observando las pendientes del Vesubio, no haya podido realizar su anhelado viaje a la isla donde estaba otro volcán, el Etna, el ardiente, mucho más vasto y alto que el Vesubio, siempre tremendamente activo, en continua erupción, perennemente destructivo. Del Etna, a causa del estupor, del terror, de la incapacidad de analizar y de comprender, desde siempre han brotado, junto al magma, el mito, la fábula, la superstición. Teogonías envolvían el monte, gigantes y monstruos lo habitaban. Hefesto, los Cíclopes, Polifemo, Tifeo, Encélado. Pero tamaña metafísica alimentó una extraordinaria poesía que abarca desde Homero y Hesíodo a Píndaro, a Platón, a Virgilio y a Horacio, a Lucrecio, a Séneca, a Apuleyo... Sostiene el vulcanólogo y humanista Marcello Carapezza que la superstición volcánica, especialmente la etnea, empieza, después del racionalismo presocrático, rico de extraordinarias intuiciones, con la filosofía platónica. Y entre los racionalistas presocráticos, Empédocles ocupa una posición de absoluto relieve. 'Fue él quien descubrió el aire como entidad corpórea, material, y quien se acercó así más que nadie a la correcta comprensión de la naturaleza del fuego', dice. Pero también a Empédocles, que verosímilmente abandona su Agrigento natal y se transfiere bajo el volcán para estudiar, explicar el fenómeno, verificar su teoría de los cuatro elementos, del Amor que los une y del Odio que los separa, del Todo que es, se mezcla y se separa, también al filósofo, al poeta, al pitagórico se le hace desaparecer en el interior del volcán, se le transforma en mito, en fábula. 'La tragedia empieza en el fuego más alto'. Así escribe Hölderlin en el ensayo en el que discurre acerca de la tragedia en verso La muerte de Empédocles, tres veces reescrita y jamás acabada. Y no sólo parece estar hablando, el poeta alemán, de la obra inspirada en la mítica muerte del filósofo de Agrigento en las vísceras del Etna, sino también de la tragedia recurrente del hombre frente a la erupción del volcán, al líquido fuego que desde el cráter se desborda para deslizarse, arrollar y anular todo elemento de vida, todo edificio, toda señal de la historia.

La superstición etnea, tras Empédocles, se prolongará durante mucho tiempo, hasta el ilustrado siglo XVIII, cuando el jesuita Giovanni Andrea Massa, en su libro Sicilia en perspectiva examina 'si será en realidad cierto, que el monte Etna, y cuantas otras Montañas vomitan fuego, son los respiraderos, y chimeneas, por las que se exhalan las llamas infernales'. Si Leopardi hubiera llegado a Sicilia, habría unido su voz laica, límpida y poética, después de dos milenios, a la del filósofo de Agrigento, el autor de los poemas Acerca de la Naturaleza y Las Purificaciones. Pero como siempre, la ignorancia, las falsas creencias, las fantasías se entrecruzan en el tiempo, conviven con la claridad mental, con la voluntad de ver, de experimentar, de comprender. En 1493, el joven poeta veneciano Pietro Bembo, estudiante en Messina en la escuela de griego de Constantino Lascaris, realiza una excursión al Etna. De su extraordinaria experiencia escribirá, en forma de diálogo ciceroniano, el De Aetna, en el que nos refiere las tres franjas del volcán: la cultivada, un collar frondoso como el homérico jardín de Alcinoo o los jardines de Armida de Tasso (sí, en la feracidad de su suelo estriba también el cruel sarcasmo del volcán); la boscosa, con antiguos, tupidos bosques de pinos, de encinas, de castaños; y la zona desértica, la situada justo debajo del cráter principal del volcán, 'consolada' en sus márgenes por la retama y por arbustos de tragacanto. Bembo encabeza el pelotón de los viajeros a Sicilia, de aquellos que ascenderán además al volcán, escritores, poetas y científicos, quienes darán cuenta de esa extraordinaria experiencia suya: Brydone, Goethe, Dolomieu, Houel, Borelli, Spallanzani. Hasta llegar a Carlo Gemellaro, a quien no le hizo falta ascender al volcán, puesto que allí nació, en el pueblo de Nicolosini, y del volcán llegó a ser, a principios del siglo XIX, el mayor estudioso. Es él, Gemellaro, quien describe la erupción de 1838, a la que hubiera podido asistir Leopardi, y fue él quien estudió la depresión del valle del Bove y del Calanna, por donde en 1992 discurrió implacable la lava que llegó a amenazar el pueblo de Zaferrana, tuvo en desasosie-go a sus habitantes, despertando en ellos, como sucede a todas los poblaciones que viven bajo el volcán, a la 'nación de hormigas', la adormecida memoria atávica de la fuga, de la pérdida, de la destrucción, de la cancelación de todas sus obras, de todas sus esperanzas. Porque la erupción, su espectáculo primordial y terrorífico, una y otra vez, incluso en este presente nuestro de portentoso cientificismo, de 'magnificas suertes y progresivas', no es más que el derrumbe de toda ilusión, el retorno al tiempo cruel de la naturaleza primordial, de la realidad y de la verdad humanamente insoportables.

En Catania, en la ciudad etnea, nació y creció el escritor Giovanni Verga, y por lo tanto sus criaturas, los personajes de sus relatos y de sus novelas, no pertenecen al tiempo lineal y optimista de la historia, sino al circular y fatal de la existencia. Al tiempo de la naturaleza adversa y amenazadora, al tiempo del Volcán. Que es el de la eterna materia que nos devuelve disyunta y caótica la Discordia, lejos de la armonía de la Esfera o Cosmos que la Concordia compone.

Hemos estado hablando hasta aquí del Etna, de su aterradora erupción actual. Pero nos da la impresión de haber estado hablado no de la naturaleza, sino de la historia nuestra de hoy, caótica y aterradora como una repentina erupción del Volcán. Una historia con un nuevo lenguaje, con una nueva expresión, con una nueva acción: indescifrable, oscura, violenta.

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