Manual de política estéril
Junts y ERC han decidido que lo mejor para su futuro es petrificar unos liderazgos indefectiblemente ligados a un pasado de épica frustración
El mundo de hoy suena como el arranque de la banda sonora de Twin Peaks, y aquí escribiendo la enésima columna sobre Carles Puigdemont antes de volver a ver Mulholland Drive. Mientras el neofranquista Abascal se reunía con ideólogos de la nueva Administración de Trump cuyo programa es la desestabilización nacionalista del orden democrático, yo me obligaba a visionar por segunda vez otra intervención del líder de Junts advirtiendo de que viene el lobo, que viene el lobo, para llamar la atención que necesita porque no puede perder más electorado en Cataluña. La rueda de prensa de Bruselas sigue en la parte alta de la portada de los periódicos obsesionados por el sanchismo, porque el que pueda hacer que haga, mientras que en los medios no militantes de Barcelona desciende posiciones aceleradamente porque el personaje ya no logra las audiencias de antes, y la información relevante está muy lejos en el tiempo y en el espacio de la acción política de un partido que es noticia solo porque usa sus siete diputados claves como estrategia de tensionamiento de la legislatura española. Él tal vez no, pero los otros estamos perdiendo otra vez el tiempo. Mando mensajes a los colegas y todos comparten la misma sensación de fatiga. Más de lo mismo.
Esta sensación de déjà vu, de seguir atrapados en una fantasía inquietante como en una película de David Lynch, tuvo su versión paródica este jueves en la Casa de la República de Waterloo. Allí se celebró una reunión entre las cúpulas dirigentes de Junts y Esquerra Republicana. Son las que han sido elegidas en los últimos congresos. A pesar de la pérdida de la mayoría nacionalista en el Parlament, son los mismos líderes que en octubre de 2017. Hace años, un encuentro como este habría generado gran expectativa, pero esta vez los primeros tuits apenas fueron rebotados por militantes del partido y los fieles de siempre. Hubo foto en la puerta y otra en un salón que da al jardín. Tras la conversación frente a una mesa repleta de libros, Puigdemont y Junqueras debieron bajar una escalera interior para acceder al garaje. Subieron a un Renault para ir a comer. La corresponsal Marta Vidal grabó la escena y la colgó a las 13.14. Es un mediodía frío y neblinoso en un barrio residencial. El coche avanza y en el segundo cinco puede leerse la matrícula belga: 1-0-2017.
Los militantes y las estructuras de sus organizaciones han decidido que lo mejor para el futuro de sus respectivos partidos es petrificar unos liderazgos indefectiblemente ligados a ese pasado de épica frustración que simboliza la matrícula de ese coche gris. En función de lo ocurrido desde entonces, ya sabemos lo que podemos esperar. “El país había sufrido otra inútil prueba de estrés”, escribe Antoni Puigverd en su dietario leopardiano Ocell de bosc a propósito del regreso exprés del pasado verano de Puigdemont. La táctica es que la política, sometida a esas pruebas de estrés encadenadas, no logre hacer apenas nada, y tensar para jugar a desestabilizar, como pretende el asunto de la moción de confianza que Pedro Sánchez debería convocar para histerizar todavía más el debate. El precio que estamos pagando ya por esa emocionalidad de la actividad parlamentaria es una interesada esterilización que paraliza la legislatura y, por tanto, perjudica a la ciudadanía. No será únicamente la hipotética discusión sobre una nueva ley de Presupuestos. Lo más revelador se producirá cuando haya un acuerdo en el Parlament y entre gobiernos para reformar el modelo de financiación autonómica. Habrá estrés, y Junts, cuyo principal rival es Salvador Illa, dirá no en Madrid. Más de lo mismo.
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